EL ALFABETO DE NUESTRO TIEMPO
Jorge Luis Borges
Martín Caparrós über ein Genie
JJorge Luis Borges habría odiado encontrarse en una lista de latinoamericanos –por más célebres que fueran–: nadie cultivó como él esa costumbre tan argentina que consistía en creernos una patrulla perdida de la vieja Europa, un enclave civilizado en esas tierras bárbaras. Su familia, sin embargo, llevaba mucho tiempo en esas pampas: en un país de inmigrantes, esa duración pasaba por nobleza.
Borges nació en Buenos Aires en 1899, y allí vivió casi siempre, pero fue a morirse a Ginebra para que no lo molestaran. Antes que eso había escrito dos docenas de cuentos y ensayos –y algunos poemas– que cambiaron la forma en que se piensa la literatura. Antes, también, fue un señor tímido pero enamoradizo que las mujeres solían rechazar, vivió con su mamá, comió mucho arroz blanco, dirigió una biblioteca, perdió la vista, decía barbaridades –“la democracia es un abuso de la estadística”–, paseaba titubeante por su barrio.
Borges era tan argentino, que explicó que ser argentino era ser de ningún sitio y, por lo tanto, tener derecho a la cultura de todos. Así que se rió de nacionalismos y regionalismos y se apropió de la literatura del mundo: la volvió su propia tradición, la reinventó como pocos escritores de estos siglos. El comité del Nobel, para no ser menos ciego que él, nunca supo premiarlo. Así, lo puso en la línea de los realmente grandes: Proust, Kafka, Joyce, el club selecto.
Borges odiaba también eso, y trató de hacer chistes. Era, como se debe, un orgulloso que posaba de humilde. Son los peores, son los inteligentes. Su literatura, por una vez, era –en eso, al menos– como él: discreta, despiadada, insuperable.