La mar Y la profundidad del azul
Ins tiefe Blau – worin besteht die Faszination, die das Meer auf uns ausübt?
EEl vasto mar que contemplo hechizada desde lo alto de una torre de vigilancia una soleada tarde de verano es de un azul hipnótico, rayano en lo inverosímil. ¿Cómo puede ser que exista algo tan profundamente azul, tan deslumbrante? De todos los poemas que acuden a mi mente, quizá son estos versos de «El mar», de Jorge Luis Borges, los que mejor reflejan lo que siento: «Quien lo mira lo ve por vez primera, / siempre. Con el asombro que las cosas/elementales dejan…». Y es exactamente eso: la sensación de mirarlo siempre por primera vez, con una suerte de asombro infantil ante algo primordial y demasiado grande, hermoso y extraño, que sin embargo conozco desde toda la vida porque nací junto a él.
Recuerdo que, cuando de pequeña iba a Ibiza a veranear, en el taxi que nos llevaba hasta nuestra cala, me mantenía al acecho del momento en que, al llegar a cierto punto de la carretera que hasta entonces
discurría entre pinos por el interior de la isla, el mar aparecía de repente a lo lejos, liso, de ese azul intenso y vibrante, pura luz, con que nos embriaga el Mediterráneo. El corazón me daba un brinco en el pecho de felicidad. Desde entonces, condenada a añorar el paraíso infantil, recorro obsesivamente carreteras cercanas a la costa en busca de momentos como ese, por el puro placer de asistir a la brusca aparición del mar detrás de una pendiente. Ese estallido azul, ese inexplicable ataque de súbita euforia. Ese olor, ese rumor a sal en los labios. Esa extraña sensación de que todos tus problemas, del primero al último, son una tontería.
«¡Hombre libre, tú siempre preferirás la mar!/Es tu espejo la mar; y contemplas tu alma/en el vaivén sin fin de su lámina inmensa», escribe Baudelaire. Como nosotros, el mar es uno y muchos. Para empezar, en castellano puede ser masculino o femenino: lo más habitual es emplear el masculino, pero tanto los poetas como los pescado res, que son un poco poetas, se refieren a él como «la mar». Y, aunque jamás pierde su identidad y ha estado ahí desde el principio de los tiempos, cambia dependiendo del viento y adopta el color del fondo marino y del cielo, de modo que es azul intenso en alta mar y turquesa o verde y ámbar cuando es poco profundo. Huelga decir que no es lo mismo contemplado de lejos o desde la cubierta de un barco, en alta mar, cuando esa inmensidad sin centro de la que habla Gabriel Celaya te rodea por doquier, o en la orilla de una cala de aguas transparentes y amables en las que el sol resplandece con culebrillas de luz. Tampoco es siempre el Mediterráneo ese apacible manto luminoso, liso y azul que contagia su calma y da una inyección de placer de vivir que te impulsa a ser y estar ahí, sin más, un alma contemplativa, en curiosa armonía con la naturaleza. La tormenta lo transforma en un monstruo indómito, a veces del color del plomo, a veces marrón cuando el feroz oleaje arrastra la arena, y hace naufragar barcos y causa destrozos en el litoral, como causan a veces destrozos terribles nuestros ataques de ira. Yo he visto olas de nueve metros saltar por encima del rompeolas del puerto y dibujar efímeros rascacielos de espuma sin poder apartar la mirada, cautivada por la terrible belleza de ese apocalipsis. Pero el mar no moviliza sólo nuestra vista por espectacular que sea la tempestad que lo agita: el fragor del Mediterráneo furioso compone una música que podría competir con la electrónica en cuanto a acelerarnos el corazón. ¿Y el mar de noche? ¿Quién no se ha sentido salvajemente joven concediéndose un baño nocturno, con esa punta de miedo que experimentamos al adentrarnos poco a poco en el gorgoteante manto oscuro? O bien no hay oscuridad porque la luna dibuja un misterioso camino de plata centelleante en medio de la negritud que parece mandarnos un mensaje cifrado con sus destellos o dar pistas a los buscadores de los tesoros ocultos que todavía se esconden en sus profundidades. Yo jamás he encontrado tesoros procedentes del naufragio de algún galeón, pero conservo de mis baños diurnos el recuerdo maravillado de estar buceando en medio de bancos de centenares de diminutos pececillos flotando en el agua como en suspensión, en una lenta y mágica coreografía. Es otra clase de tesoro, desde luego. Pero quien se aventura a bucear con los ojos bien abiertos, sin duda descubre tesoros de esa clase: estrellas de mar, pulpos escondiéndose en las rocas y cormoranes buceando a la velocidad de torpedo para pescar la merienda.
Y luego están los barcos. Si le pides a un niño que dibuje el mar, quizá dibuje dos o tres peces, una estrella de mar y alguna gaviota surcando el cielo. Pero lo que sin la menor duda incluirá en su dibujo es un velero con las velas izadas. El barco, como el horizonte, encierra el anhelo por lo lejano y la promesa de mil aventuras y, aunque hayamos visto muchos, siempre nos emociona verlos navegar, pintando de blanco el mar y el cielo con sus velas desplegadas, a merced de los vientos. Mientras los contemplamos, no podemos evitar querer irnos con ellos y de hecho nos vamos un poco; partimos en pos de la burbujeante estela que dejan tras de sí. ¿Cuántas horas me habré pasado mirando extasiada en la popa de un barco ese blanco tumulto de espuma, dibujo efímero en la piel del mar?
Pero no todo es poesía. Como sucede con casi todas las cosas importantes, el mar protagoniza algunos de los sonoros reniegos en los que tan rica es la lengua española. «Me cago en la mar salada», es una expresión popular que los cursis sustituyen por «Mecachis en la mar». Lo de la mar salada no deja de tener su gracia, puesto que no existe en este mundo una mar que no lo sea.
La protagonista de una novela de Almudena Grandes sube de niña a la azotea del edificio madrileño donde vive, convencida de que desde ahí verá el mar. Al darse cuenta de que no lo ve, siente una gran desilusión. A mí, que siempre he vivido junto al mar, la desilusión de esa niña no podría haberme conmovido más profundamente. Como dice la canción «Mediterráneo» de Joan Manuel Serrat, «llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya».
“Quien lo mira lo ve por primera vez siempre”