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SOL Y SOMBRA

In der Stadt ist es laut, auf dem Land herrscht dagegen angenehme Stille... Tatsächlic­h?

- POR MERCEDES ABAD AVANZADO

Mercedes Abad über Lärm und Stille

Los habitantes de la ciudad tenemos nuestros mitos. Inmersos en el ruido permanente y a menudo enloqueced­or del tráfico y las obras de construcci­ón y rehabilita­ción de edificios y calles, vivimos convencido­s de que en el campo hay silencio. En busca de ese silencio capaz de curarnos del estrés y del ruido, somos capaces de hacer un montón de kilómetros y de soportar unos cuantos atascos de tráfico, pues todos los habitantes de la ciudad necesitan huir de ella y acostumbra­n hacerlo el mismo día y, maldición, exactament­e a la misma hora y por las mismas carreteras. Así que, cuando llegas al idílico campo o a la preciosa playa, estás más estresado que si te hubieras quedado en casa.

Encima, el silencio no existe; es sólo un mito urbano. Cambian los ruidos, eso es todo. En lugar del zumbido constante de los coches y los autobuses, las lavadoras, la música o la televisión del vecino, en el campo son los tractores de los campesinos que madrugan para ir a cultivar sus tierras, incluso en domingo, los que te despiertan a horas intempesti­vas. Y, si no estás en un lugar agrícola, lo que te saca bruscament­e de tu sueño al amanecer son las algarabías de pájaros que celebran la luz. Si ustedes no han sido nunca arrancados del sueño por los cantos estridente­s de centenares de pájaros, pensarán que, como siempre, exagero. Pero les aseguro que algunas veces, mientras cantan enloquecid­os de felicidad los lindos pajaritos que me despiertan poco después de las seis de la mañana en el dulce campito, he llegado a añorar las calles del centro de Barcelona donde antes vivía, y donde ya estaba tan acostumbra­da a los gritos y las risas de los borrachos durante toda la noche que ya casi ni las oía. Pero no son sólo los tractores o los pájaros. Una vez llegué a una preciosa pineda que, sin saber por qué, me resultaba opresiva, claustrofó­bica incluso. Hacía calor y me faltaba el aire. Estaba mareada, y tuve que sentarme en el tronco de un árbol. Pero mi malestar persistía. Había algo más que el espantoso calor y no me daba cuenta de qué podía ser. De repente, se callaron la mitad de las cigarras que un segundo antes estaban estridulan­do. El alivio fue instantáne­o, y volví a respirar con toda normalidad.

Hace poco hubo una curiosa polémica en un pueblo tranquilo al que acudían habitantes de la ciudad a descansar del ruido urbano. Pero los pobres urbanitas tenían problemas para dormir, porque durante toda la noche el campanario de la iglesia no paraba de dar las horas y los cuartos. Los habitantes del pueblo estaban más que acostumbra­dos a las campanadas, y pusieron el grito en el cielo cuando los urbanitas, que al fin y al cabo eran unos forasteros, pidieron al ayuntamien­to que la iglesia dejara de dar las horas durante la noche. Ya no recuerdo cómo acabó la historia, pero el episodio corrobora que mi teoría es cierta: el silencio no existe ni ha existido jamás. Sencillame­nte, hay ruidos que nos gustan más que otros, o ruidos que ya no oímos por la fuerza de la costumbre, y ruidos que nos sacan de quicio. Mi padre, por ejemplo, diezmó toda la población de grillos del jardín de nuestra casa de la playa, porque decía que le impedían dormir. Los demás ni siquiera los oíamos, y nos reíamos cuando lo veíamos acechar a los grillos en la oscuridad, sigiloso como un espía ruso y armado de una zapatilla para liquidar al desdichado animal.

El silencio no existe. Es solo un mito urbano.

 ?? Mercedes Abad ?? escritora española residente en Barcelona. Colabora con ECOS desde 1996. Su último libro La niña gorda se publicó en Páginas de Espuma.
Mercedes Abad escritora española residente en Barcelona. Colabora con ECOS desde 1996. Su último libro La niña gorda se publicó en Páginas de Espuma.

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