Ecos

MUNDO HISPANO

¿Podrá Latinoamér­ica reducir este flagelo? Im Vergleich zum vorigen Jahrhunder­t hat sich die Situation verbessert – weniger Menschen als zuvor leiden in Lateinamer­ika Hunger. Doch mit dem Preisverfa­ll der Rohstoffe auf den Weltmärkte­n schiebt sich das una

- POR MARTÍN CAPARRÓS

El hambre Lateinamer­ika und eine Geißel der Menschheit

Gorette estaba feliz, emocionada. Corría julio de

1997, y me contaba que ahora sí comía todos los días. Estábamos en el medio de la selva: para conseguirl­o, se había unido a muchos otros y emigrado con ellos desde los suburbios de una gran ciudad de la costa brasileña. Aquí, en medio del Amazonas brasileño, Gorette y sus compañeros habían ocupado unas tierras y aprendían a cultivarla­s. El trabajo era intenso, despiadado.

EEllos dicen que la propiedad privada es sagrada. Tal vez lo sea. Pero Jesús dice que la vida también es sagrada, ¿no? En el campamento de la Macaxeira no había electricid­ad ni agua ni coches ni negocios. Había chozas hechas de troncos y palma y una plaza central de tierra roja y una escuela de un aula y unos depósitos y la capilla con su cruz. La Macaxeira era uno de los campamento­s que el Movimiento Sin Tierra estableció en la Amazonía: miles de hambriento­s de las ciudades que peleaban contra la selva para sacarle su comida cotidiana.

–Nosotros nos morimos de hambre mientras ellos se guardan tanta tierra sin usar... Si eso es sagrado, su Dios debe ser otro, ¿no?

Hace tres siglos, ésta era una zona de quilombos, los poblados de negros esclavos que se escapaban de los ingenios azucareros de la costa y se instalaban en esas tierras libres. Los campamento­s del Movimiento Sin Tierra retomaron de alguna manera aquella tradición; sólo que cuando llegaron ya no había más tierra “libre” y, para establecer­se, debían sacársela a alguien.

La guerra por el alimento tiene, también, estas batallas. En América Latina hubo, durante siglos, mucha hambre. Es duro, en un continente que siempre se dedicó a producir comida. El problema, como en todo el mundo, es que algunos se quedaban con tanta comida y otros se quedaban sin nada.

Llamamos América Latina a 22 millones de kilómetros cuadrados habitados por 620 millones de personas que hablan dos idiomas muy cercanos, creen o no creen en el mismo dios y son parte del mismo continente; América Latina, por supuesto, no existe.

América Latina, como Europa, como África, es una solución de facilidad: un tributo a la pereza que nos permite simplifica­r y hablar de veinte países como si fueran más o menos parecidos, como si Alemania y Portugal y Moldavia y Noruega pudieran ser medidos con la misma vara.

Así que las organizaci­ones internacio­nales nos dicen que el hambre ha disminuido mucho en América Latina. Es cierto que a fines del siglo pasado el subcontine­nte tenía unos 440 millones de habitantes y 66 millones de malnutrido­s: un 15 por ciento de los latinoamer­icanos no comía suficiente. Y es cierto que en 2015 los malnutrido­s eran poco más que la mitad –38 millones– y que, por el aumento de la población, ya no eran sino el 6 por ciento de los latinoamer­icanos.

Hubo, en esos quince años, un concurso de distintas circunstan­cias. Hubo, para empezar, un marco favorable: durante todo ese periodo, las materias primas que produce el subcontine­nte –desde la soja de Argentina y Brasil hasta el petróleo venezolano, desde el cobre chileno hasta el

camarón ecuatorian­o o la carne uruguaya– se cotizaron muy bien en los mercados internacio­nales. Eso trajo un aluvión de divisas; en medio del lujo y la corrupción de algunos, una pequeña parte llegó hasta los más pobres y les permitió comer más a menudo.

Pero el proceso, por supuesto, fue distinto en los distintos países. Buena parte de la reducción del hambre vino de Brasil: allí, un Gobierno de izquierda, elegido democrátic­amente y presionado por movimiento­s como los Sin Tierra, emprendió un programa ambicioso para conseguir el “Hambre Cero”, y le faltó poco para lograrlo. Ese programa consiguió sacar de la pobreza extrema a 30 millones de personas: un logro extraordin­ario. Y hubo, en otros países de la región –como Bolivia o Ecuador– esfuerzos semejantes. Aunque, en muchos casos, fueran programas asistencia­les, que no lograban que sus beneficiar­ios tuvieran fuentes legítimas – como empleos o emprendimi­entos– para sostenerse, sin que siguieran dependiend­o del Estado y de sus gobernante­s eventuales, y que sufrieran el clientelis­mo populista.

Y hubo también noticias falsas, por supuesto, cifras amañadas. La Argentina, por ejemplo, fue premiada por la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Agricultur­a y la Alimentaci­ón, FAO, por su reducción del hambre. La FAO se basaba en los números oficiales argentinos, producidos por un Instituto Nacional de Estadístic­as al servicio de la propaganda. Para festejar ese premio, la presidenta de entonces, Cristina Kirchner, anunció que la cantidad de pobres era en Argentina menor que en Alemania: 4,7 por ciento. Las cifras reales decían, en esos días, que eran más del 25.

Cada tarde, en un suburbio de Buenos Aires llamado José León Suárez, miles de personas se paran frente a una barrera. A las cinco en punto, la barrera se abre y las personas corren cuesta arriba: en la cima de esa colina hecha de basura vieja hay toneladas y toneladas de basura nueva, recién llegada; los miles la rebuscan, le encuentran, le sacan todo lo que le queda. Los primeros que llegan, claro, consiguen lo mejor.

–Juntás coraje. Si yo te digo, negro, metete en ese montonazo de basura que hay ahí, ¿vos te vas a animar? Yo te puedo asegurar que no. Vas a tener que hacer de tripas corazón, y te va a dar mucho asco y vas a vomitar y vas a decir yo no puedo estar acá.

El montón de basura tiene cinco o seis metros de alto, veinte de base, y es una verdadera porquería: todo tipo de restos chorreante­s, pegajosos, aquel olor a infierno.

–Pero si tenés mucha hambre, vas a hacer lo que tengas que hacer, y mala leche, y al final no te vas a dar cuenta. Es la necesidad…

La Argentina produce alimentos para 400 millones de personas; de sus 45 millones de habitantes hay cuatro o cinco millones que no comen suficiente. La Argentina es otro buen ejemplo: no es que no haya comida; es que unos pocos gastan demasiada.

E incluso la tiran o la pierden. En los países pobres, la comida se derrocha porque falta infraestru­ctura: se pudre en los campos sin medios para cosecharla, se arruina en depósitos mal acondicion­ados, no llega a sus destinos por rutas y transporte­s deplorable­s, se la comen las ratas o los bichos. En los países ricos, más de un tercio de los alimentos que se producen no se consumen: los tiran los particular­es, los restaurant­es, los supermerca­dos porque se pasan de sus fechas. En la Argentina se calcula que la ciudad de Buenos Aires tira entre 200 y 250 toneladas de alimentos por día: unas 500 000 raciones de comida.

La basura –la abundancia de basura, el desperdici­o de basura– es una de las metáforas más obvias del sistema-mundo: que unos tiren lo que otros necesitan tanto, que a unos les falte lo que les sobra a otros.

La reducción del hambre siguió hasta 2012, 2013. Entonces, con la caída de los precios internacio­nales de las materias primas, esas mejoras que se habían producido en casi toda América Latina empezaron a flaquear. En 2016 el censo de la FAO registró, por primera vez en muchos años, un aumento de la cantidad de hambriento­s en el mundo. La región no fue la excepción: dos millones de malnutrido­s más que el año anterior, una cantidad brutal, un cambio de tendencia. El proceso fue más agudo en varios países: Argentina, Ecuador, El Salvador, Perú, y sobre todo Venezuela.

Y también aumentó mucho la cantidad de chicos con sobrepeso. Muchos suponen que la obesidad es lo contrario de la desnutrici­ón y que, en última instancia, si los más gordos no comieran tanto habría suficiente para los que comen poco. Y es falso: en general, desnutrici­ón y obesidad son caras de la misma moneda. La desnutrici­ón es la malnutrici­ón de las sociedades más necesitada­s; la obesidad es la malnutrici­ón de las sociedades más holgadas. Cuando empieza a haber más comida, son gordos los que no pueden pagar la comida buena. Engordar mucho es signo de una alimentaci­ón mala y barata; mantenerse flaco es, cada vez, muestra de que alguien tiene el dinero suficiente para comprar las carnes y verduras –y pagar los gimnasios y demás gimnasias– que lo conseguirá­n.

América Latina sigue siendo la región más desigual del mundo. El 10 por ciento más rico de su población tiene más de dos tercios de su riqueza, y sigue concentrán­dola. Ricos cada vez más ricos coexisten con pobres cada vez más marginados –y, salvo ciertas excepcione­s, no se ven perspectiv­as de cambio–. En ese contexto, el hambre no es solamente el hambre; es la mejor metáfora, la más brutal, la más visible, de esa situación en que una persona no tiene ni siquiera lo más básico. Que puede ser comida, por supuesto, pero también agua corriente, un baño, acceso a cierta educación, la atención médica indispensa­ble como para no morirse tanto antes. Y, sobre todo, expectativ­as, la esperanza de un futuro posible, el hambre más difícil de saciar.

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Der Hunger

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