Acabar las frases
Im Gespräch ausreden und den Gedanken zu Ende führen können? Das ist in Spanien nur Lehrern oder Ärzten vergönnt...
En España, conseguir acabar una frase sin que alguien te interrumpa es una experiencia extraña. A menos que seas médico o profesor, claro. El paciente bebe las palabras del médico y, como decía Roland Barthes, “el profesor es alguien que acaba sus frases”. Los demás nos interrumpimos. Por eso nuestras conversaciones, más que conversaciones entre personas mundanas y civilizadas que intercambian anécdotas e ideas, parecen un gallinero, donde todo el mundo habla y se interrumpe sin recato y casi nadie presta atención a lo que dicen los demás. Y, si no te callas enseguida cuando el otro intenta avasallarte lingüísticamente, muchos recurren a las manos para silenciarte: te agarran del brazo o del hombro y te zarandean o te dan un manotazo para que te calles. Así las cosas, una conversación general cuando hay más de dos personas es sencillamente una utopía o un milagro. Lo normal es que en una reunión de diez personas haya por lo menos tres o cuatro conversaciones paralelas. No exagero: al principio es posible que haya una conversación única, pero enseguida se van creando minúsculas repúblicas comunicativas, independientes unas de otras. No vayan a creer que son sólo las reuniones en torno a una buena mesa bien regada de vinos y chupitos las que suelen desembocar en un increíble caos comunicativo.También en las tertulias de la radio y la televisión, los invitados rara vez dejan que los otros acaben su discurso, de modo que casi nadie expone hasta el final sus ideas y todo queda siempre en el aire, ideas condenadas a vivir incompletas, desamparados embriones de idea brillante flotando como fetos informes en la mente de los oyentes. No es sólo que los españoles seamos más charlatanes, maleducados, egocéntricos y efervescentes que el resto de los pueblos. En parte, la culpa la tiene nuestra lengua, ya que, a diferencia de lo que ocurre en alemán, en castellano el verbo suele ponerse al principio de la frase. Y como el verbo es la partícula verbal con mayor carga significativa, en cuanto lo hemos soltado el otro adivina ya con bastante precisión lo que vamos a decir y, maldición, puede interrumpirnos y soltar su rollo. Aunque, claro está, nosotros tampoco tardaremos mucho en vengarnos sin piedad interrumpiéndolo a él.
Interrumpirnos es hasta tal punto un deporte nacional, que si un día tropiezas con alguien que te escucha religiosamente hasta el final, la experiencia puede llegar a ser terrible. Como no estás acostumbrado a rematar tus frases (en realidad rara vez te permiten ir más allá de la mitad de tu idea), el silencio del otro acaba dinamitando tu seguridad como hablante. Perplejo y desorientado, no tardas en vacilar y te enredas con las palabras, que se obstinan en huir de ti, o bien te lías con las estructuras y empiezas a incurrir en grotescas repeticiones y a dar vueltas sobre lo mismo; pierdes el hilo de la idea que un instante atrás tan brillante te parecía y que ahora no te parece ya que merezca tanto esfuerzo y, catacroc, la frase muere inacabada y te descubres añorando aquellas benditas interrupciones que no te obligaban a empujar una idea hasta el punto final. Yo sospecho que algunas de esas personas que te escuchan sin interrumpirte no lo hacen por prudencia ni por bondad ni porque les interese lo que dices, sino por todo lo contrario: la malicia los impulsa a desestabilizarte para así regodearse al ver cómo te estrellas tú solo, impotente e incapaz de completar tus frases por falta de práctica.
Todos interrumpen