Las últimas palabras de Oaxaca
Las últimas palabras de Oaxaca 68 indigene Sprachen gibt es in Mexiko, viele davon im südlichen Bundesstaat Oaxaca. Unser Korrespondent war vor Ort in den Bergen und hat Menschen kennengelernt, die Idiome wie Chontal, Ixcatekisch und Zapotekisch retten wo
Viajamos por las montañas de Oaxaca para escuchar a los hablantes de chontal, ixcateco y zapoteco: tres de las 68 lenguas indígenas que se hablan en México.
Viajamos por las montañas de Oaxaca para escuchar a los hablantes de chontal, ixcateco y zapoteco: tres de las 68 lenguas indígenas que se hablan en México. Muchas de ellas están en peligro, algunas ya solo esperan a su desaparición, pero hay hablantes que intentan preservarlas.
Don Hilarino es la única persona que tiene un teléfono móvil en Chontecomatlán, un pueblo de cuatrocientos habitantes. No puede comunicarse con nadie, porque la señal no llega a estas montañas, pero él habla y habla con el teléfono en la mano. Don Hilarino señala un árbol con la pantalla, empieza a grabar y dice:
-Ijltaa a ek guishanajl.
(Esto es un árbol de aguacate).
Señala una casa y dice:
-Ijltaa ley nejujlk.
(Esta es mi casa).
Sigue caminando, sigue señalando, sigue diciendo:
- Ijltaa lane ajlbae jlijuala gahi.
(Este camino lleva al siguiente pueblo).
Don Hilarino Torres Mendoza –campesino de 56 años, sombrero de paja, barba canosa– graba frases en la lengua chontal de Oaxaca. México es uno de los países con mayor diversidad lingüística del mundo: cuenta con 68 lenguas indígenas, aproximadamente la mitad de las que se hablaban cuando llegaron los españoles, y su número sigue reduciéndose. Entre los 123 millones de mexicanos, solo siete millones
se comunican en lenguas indígenas. Esas 68 lenguas se dividen en 364 dialectos, de los cuales 187 están en riesgo medio o alto de desaparición, según el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI). El chontal de Oaxaca va por ese camino: solo le quedan unos 3500 hablantes, que viven dispersos por las sierras y tienen en su mayoría más de 50 años.
–Este hombre es asombroso –dice Salvador Galindo–. Nosotros llegamos a los pueblos para recoger testimonios y proponerles un método de recuperación del idioma. A veces nos reciben con desconfianza. Pero en Chontecomatlán, enseguida se nos acercó don Hilarino, nos dijo que estaba muy contento por nuestra visita, y nos enseñó un montón de vídeos. Había un problema.
–No se maneja muy bien con el teléfono. Nos enseñaba un vídeo y luego, sin darse cuenta, lo borraba. ¡Cuánta información habrá borrado, porque le da a la tecla errónea o porque ya no tiene sitio en la memoria!
Don Hilarino intenta salvar los restos de su lengua materna:
–Cuando yo era niño, los maestros te prohibían hablar en chontal. Te decían: si tú hablas chontal, te voy a dar … –hace el gesto de un puñetazo–. Muchos dejaron de hablarlo. Ahora queremos rescatar la lengua, pero el Gobierno no ayuda.
Salvador Galindo hace lo que puede. Tiene 45 años, la cara ancha de los zapotecos, el pelo negro, revuelto y denso, siempre una sonrisa que a veces parece melancólica y a veces irónica. Trabaja para el Centro de Estudios y Desarrollo de las Lenguas Indígenas de Oaxaca (CEDELIO), un organismo gubernamental, y todos los años recorre miles de kilómetros por las sierras, visitando a las comunidades más lejanas. Oaxaca es un territorio montañoso en el sur del país, con valles profundos y aislados que cobijan la mayor diversidad lingüística de México. En Oaxaca hay dieciocho grupos étnicos –mixtecos, zapotecos, triquis, mixes, chinantecos…–, que hablan dieciséis idiomas indígenas con docenas y docenas de variantes.
En el verano de 2016, Galindo recorrió los pueblos de las montañas para devolverles un tesoro: las grabaciones que el lingüista estadounidense Paul Turner había hecho con hablantes de chontal en 1967. Incluso encontraron a una de las personas que Turner entrevistó. Fue muy triste, porque el hombre tenía 79 años y ya no sabía responder en chontal a las mismas preguntas que le habían hecho medio siglo antes.
–Le pusimos la grabación de 1967, él reconoció su voz hablando en chontal, y se echó a llorar. En su pueblo ya casi nadie lo habla.
Siete hablantes
Peor lo tiene el ixcateco: un idioma que ahora tiene siete hablantes. Los siete saben –y nadie más– que chuquiji significa plátano, que uxandu xje es jaguar y que na´mitsi es abuelo. Viven en Santa María Ixcatlán, un pueblo de quinientos habitantes en la Sierra Madre del Sur, en Oaxaca. Los de CEDELIO recopilaron un vocabulario del ixcateco, colocaron señales escritas en esa lengua, trajeron profesoras para intentar resucitarla. ¿Qué posibilidades de supervivencia tiene una lengua con siete hablantes?
–Ninguna –responde Galindo–. Registramos todo lo que podemos, para que quede la memoria, pero tendremos que pensar en la ceremonia fúnebre del ixcateco.
¿Qué se pierde cuando se pierde una lengua?
Para el lingüista estadounidense Christopher Moseley, “cada idioma es un universo mental estructurado de forma única, con unas asociaciones, unas metáforas, un vocabulario, un sistema fonético, una gramática y un sistema de pensamiento exclusivo”. ¿Qué se perderá con el ixcateco?
–El ixcateco ha resistido en una zona muy aislada –dice Galindo–, es la única lengua que tiene nombres para algunas plantas y paisajes de esas montañas. Cuando se pierda, se perderá esa parte del conocimiento. Las personas seguirán nombrando el mundo. Algunas lenguas mueren, pero las culturas siguen desarrollándose y adaptándose.
El ixcateco pertenece a la gran familia de las lenguas oto-mangueanas, que tiene unos dos millones de habitantes y resiste sobre todo en Oaxaca. De esa misma familia es el zapoteco, el idioma materno de Galindo, que todavía hablan casi ochocientas mil personas. Galindo me lleva en su coche durante cinco horas, por las montañas, para llegar hasta un pueblo en el borde de un precipicio: Yatzachi. Es el pueblo de su madre.
El tesoro zapoteco
–Ya es casi un pueblo fantasma –me dice.
Vemos a un hombre viejo por los caminos de Yatzachi, y a nadie más. Quedan unos 180 habitantes, porque la mayoría emigró a Estados Unidos. Hay más nativos de Yatzachi en un barrio de Los Ángeles que en el propio Yatzachi. En una de las pocas casas de adobe que resisten en pie, vive doña Rebeca Llaguno, 60 años, una mujer chiquita de movimientos vivos, pelo blanco recogido en una coleta, camiseta gris, vaqueros, sandalias. Es maestra jubilada, la madre de Salvador.
– Cuando veo a alguien por la calle, me alegro mucho –dice–. ¡Todavía hay gente en mi pueblito!
Nos sienta a Salvador y a mí en una mesa de la cocina y saca una jarra de jugo de maracuyá. Luego prepara tortillas de maíz, frijoles y quesadillas. Cuenta que los últimos jóvenes se marchan a la ciudad, pero que ella no abandonará el pueblo.
–¿Qué hace durante el día?
–Tengo unos pollos, arranco hierbas de la huerta, visito a los viejos que ya no pueden caminar, les llevo la compra cuando llega la camioneta semanal con los comestibles.
Doña Rebeca fue profesora en las escuelas indígenas de las montañas. Llegaba a esos pueblos sin carreteras, sin luz, sin agua corriente, donde los niños iban a la escuela desnudos, y les daba clases en una lengua que no se podía escribir.
Que decían que no se podía escribir.
Después de servirnos las tortillas, doña Rebeca entra en su cuarto, y vuelve con un librito amarillento de 1985. Es el alfabeto zapoteco que ella elaboró con otros cuatro maestros, y que sirvió para empezar una escritura común de la lengua zapoteca: un tesoro.
Cuando era niña, recuerda doña Rebeca, los maestros castigaban a los alumnos si hablaban zapoteco.
–Nos ponían una multa de cincuenta centavos, lo que ganaba mi padre por un día de trabajo en el campo. Si veíamos a un maestro por la calle, nos escapábamos, por el miedo de que nos oyera hablar en zapoteco. Cuando venían y nos preguntaban en español, nos quedábamos mudos. Así nos fuimos quedando mudos.
Al despedirnos, me regala el alfabeto y me pide que se lo enseñe a la gente. Porque no, no todos quedaron mudos.