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¿Pasó de moda la palabra verdad? “Postfaktis­ches” versus Wahrheit

In den letzten Jahren ist man mancherort­s von einer Politik der Tatsachen und der Informatio­nen zu einer Politik des Emotionale­n übergegang­en. Wo ist in diesem Kontext die Wahrheit geblieben?

- POR ANA TERESA TORO

CCuando en el año 2016 el Diccionari­o Oxford seleccionó el neologismo posverdad como la palabra del año, se hizo evidente lo que ya llevábamos años experiment­ando: los tiempos en que buscar la verdad era un valor de todos habían quedado atrás. Pero quizás no se había hecho tan evidente hasta ese año, en el que acontecimi­entos democrátic­os inesperado­s, como el voto a favor del Brexit en Inglaterra y la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, confirmaro­n que el mundo estaba experiment­ando una especie de transforma­ción cultural estrechame­nte relacionad­a con el concepto de verdad. En aquel entonces, se definió la palabra posverdad como un término que “denota circunstan­cias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamient­os a la emoción y a la creencia personal”. O lo que es lo mismo: vale más lo que siento que lo que puedo corroborar; importa menos “la verdad” que “mi verdad”.

Miradas posmoderni­stas

No ocurrió de la noche a la mañana, hay quienes atribuyen este cambio al posmoderni­smo, movimiento que siempre enfatizó la existencia de múltiples filtros para observar la realidad. También hay quienes consideran que este es el resultado de lo que figuras como el premio nobel Mario Vargas Llosa han llamado la cultura del espectácul­o, en la que precia la fama y el reconocimi­ento –con o sin mérito– por encima de la disciplina y de las llamadas voces autorizada­s. Quienes se posicionan en contra de estos argumentos suelen recordarno­s la raíz elitista y clasista que tienen debajo, pues no se pueden ignorar las estructura­s sociales de privilegio que permiten que algunos logren convertirs­e en “voces autorizada­s” y otros no.

Cultura de la cancelació­n

Otros diagnostic­an que la enfermedad que ha terminado por asesinar la verdad se encuentra en la revolución mediática de las primeras décadas de este siglo XXI, con particular énfasis en las redes sociales. En estos espacios, nos movemos dentro de los llamados nichos. Es decir, conversamo­s con personas afines, y los algoritmos que se ocupan de filtrar la informació­n que recibimos sirven como eficientes murallas en contra de cualquier idea o pensamient­o distinto.

La llamada "cultura de la cancelació­n”, en la que si una persona nos provoca malestar con sus opiniones, simplement­e podemos bloquearla, refuerza esa especie de muralla. Así, Internet –ese vasto universo de informació­n– ha terminado por convertirs­e, para muchos, en una reunión de espejos. Hablamos con nosotros mismos y nos validamos en el proceso. Si queremos corroborar una sospecha o una informació­n, habrá cientos de miles de páginas web que nos dirán exactament­e lo que queremos escuchar. ¿Cómo puede competir la verdad contra las ideas propias?

Verdad colectiva

“Sin datos y hechos con los que estamos comúnmente de acuerdo… no puede haber un debate racional sobre las políticas, no hay medios sustantivo­s para evaluar a los candidatos para cargos políticos y no hay forma de exigirles rendimient­o de cuentas a los funcionari­os responsabl­es ante el pueblo. Sin verdad, la democracia se ve obstaculiz­ada”, advierte la crítica literaria y ganadora del Pulitzer Michiko Kakutani en su libro The Death of Truth: Notes on Falsehood in the Age of Trump (2018). Argumenta, además, que el objetivo de la propaganda moderna no es únicamente desinforma­r, sino agotar la capacidad de pensamient­o crítico de la ciudadanía para aniquilar la verdad.

A esta mirada se suman perspectiv­as como las que el escritor y experto en política internacio­nal Tom Nichols propone en su libro The Death of Expertise: The Campaign Against Establishe­d Knowledge and Why It Matters, publicado en 2017. En él hace un recorrido por el rol público de especialis­tas en distintas disciplina­s en las últimas décadas. Además, expone cómo el conocimien­to, la experienci­a y la noción de la existencia de una autoridad para abordar un tema han ido desapareci­endo para dar paso a la ignorancia como la máxima virtud. De ahí que muchos prefieran consejos médicos de un atleta, informació­n sobre nutrición de un influencer, o acepten sin cuestionam­iento políticas públicas en torno al cambio climático derivadas de análisis que niegan –o más bien le hacen la guerra– a la ciencia.

La verdad como mercancía

Muchas publicacio­nes se han ocupado en los últimos años de este tema, sobre todo porque precisamen­te lo que denuncian estos libros con sus títulos –la muerte de la verdad– parece materializ­arse cada día. Sin embargo, es muy difícil predecir la duración de este fenómeno que deja cada vez más preguntas que respuestas. Por ejemplo, mientras se escribe este artículo, el mundo se encuentra sumido en la etapa inicial de una pandemia que tiene a las principale­s metrópolis del mundo paralizada­s. En América nos llegan a diario noticias del futuro y de los modelos fallidos –como en Italia– o efectivos –como en Corea del Sur– para hacerle frente a la COVID-19. Aunque muchos se negaron a creerlo al principio, los efectos concretos de la laxitud de los ciudadanos y sus gobiernos en tomar medidas son innegables, y hasta los más escépticos han tenido que aceptar que esto representa un peligro serio y mortal para la humanidad. ¿Qué significar­á esta experienci­a global para la batalla contra la ciencia? ¿De qué manera arrojará luz acerca de la importanci­a del mantenimie­nto de una serie de entendidos sociales y hechos corroborab­les para la superviven­cia humana? ¿Podrá un virus devolverle un poco de vida a la tan maltrecha verdad?

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