Ecos

Pájaros de mal agüero

Die lustigen alten Damen im Retiro schienen keine stymphalis­chen Raubvögel zu sein...

- POR ROSA RIBAS

Todos los días salgo con Perro a dar un largo paseo por el parque del Retiro. Esa tarde había poca gente porque el cielo estaba cubierto de nubes negras. Se avecinaba una tormenta. La humedad del aire agravaba el reúma de Perro, por eso, caminábamo­s despacio, lo que me venía bien, porque necesitaba pensar un poco. Yo estaba obsesionad­o por encontrar para Emilia casos que se parecieran a los míticos trabajos de Hércules. El sexto me tenía completame­nte bloqueado. Se trataba de cazar a las aves del Estínfalo, unos pájaros malvados que tenían picos, garras y alas de

bronce, que destruían las cosechas y devoraban a los humanos. ¿Dónde iba a encontrar algo similar?

Las nubes, como mi humor, eran cada vez más oscuras. Decidí que sería mejor ir volviendo a casa. Perro me seguía con un palito en la boca. Apenas quedaba nadie en el parque, por eso, me llamó tanto la atención que en un banco siguieran sentadas tres mujeres mayores, que parecían no darse cuenta del viento húmedo que anunciaba la tormenta inminente. Iban vestidas de negro y hablaban entre ellas con las cabezas muy juntas. Al verlas, pensé que parecían pájaros de mal agüero, como los cuervos. Por un momento creí que la suerte me enviaba lo que estaba buscando, las terribles aves del Estínfalo, pero al pasar por delante del banco, esta ilusión se desvaneció, porque parecían, de entrada, muy simpáticas.

–¡Mira, qué perrito más simpático! –dijo una de ellas con alegría al vernos pasar.

–¿Cómo se llama? –preguntó otra.

–Perro –respondí.

–¡Un perro que se llama Perro! –dijo la tercera. Y las tres estallaron en risas. Perro parecía más bien ofendido porque empezó a gruñir.

–¡Uy! ¡Qué mal carácter! –dijo la primera riendo. –Como Margarita, la pobre –dijo la segunda.

–Sí, la pobre –la tercera lloraba de risa–. ¡Se murió! –¡Qué mala eres! –dijo la primera.

Risas de las tres.

Las carcajadas ponían, por lo visto, nervioso a Perro, cada vez más agresivo. Tuve que llevármelo tirando de la correa.

Había algo extraño en esas tres mujeres, en sus risas, pero de ahí a que recordasen a las crueles aves del Estínfalo había un gran trecho.

Al volver a casa, le conté ese inquietant­e encuentro a Emilia, que observaba a Perro con curiosidad.

–¿Y dice que Perro se puso muy agresivo?

–Sí. Y yo me sentía incómodo. Eran raras. Esa forma de reír sin sentido…

Emilia se quedó pensativa mirando por la ventana la tormenta que caía sobre Madrid.

Al día siguiente, el cielo mostraba un azul limpio e intenso. Por la tarde Emilia se calzó unas zapatillas deportivas y me dijo:

–¡Nos vamos a dar un paseo! Quiero ver a esas señoras tan divertidas.

Nos separamos en la entrada del parque. Yo caminaba delante con Perro y Emilia me seguía a cierta distancia, como si fuera una paseante más. Me acerqué al banco donde había visto a las tres mujeres de negro. Ese día solo había dos.

–¡Hola, Perro! –saludó una de ellas con el bolso sobre las rodillas.

Perro volvió a gruñir. Por eso, no me acerqué demasiado. Emilia se había aproximado al banco por detrás y espiaba la conversaci­ón escondida detrás de un árbol. Bueno, más o menos escondida, dado su volumen. Las mujeres, atentas a Perro, no se dieron cuenta de su presencia.

–¿Y su amiga? –pregunté.

–Es que nos pilló la lluvia –respondió la mujer del bolso.

–¡Cómo nos mojamos! Y la Antonia se resfrió –añadió la otra riendo, como si fuera muy gracioso.

–¡Anda que si se muere!

–Como la Margarita.

Se daban codazos la una a la otra mientras reían a carcajadas. Perro estaba otra vez muy nervioso, como si entendiera la incongruen­cia entre las palabras y las risas. Emilia me hizo una señal y me alejé de las mujeres.

–¡Adiós, Perro! Ji. Ji. Ji.

–Adióóóós.

Perro gruñía.

–¿Qué te pasa? –Le pregunté a Perro. Me respondió Emilia.

–Que no ha olvidado su antigua profesión, Gonzo.

Entonces, recordé que Perro, antes de retirarse y de que Emilia lo adoptara, había sido perro policía en la brigada antidrogas. Miré a Emilia con asombro.

–Entonces…, esas señoras… ¿están drogadas?

–Eso me temo. Y también que no lo saben.

Al día siguiente, empezamos a observarla­s. Nada me parecía sospechoso. Llevaban una vida más bien rutinaria. Apenas salían del barrio, donde llevaban a cabo todas sus actividade­s, compras, paseos, encuentros con las amigas en alguna cafetería o en el parque (la llamada

Antonia reapareció a los pocos días, recuperada de su resfriado), pero nada que indicara que tuvieran acceso a algún tipo de droga.

Hasta que una de ellas, Mercedes, recibió una mañana la visita de un chico de unos veinte años que llegó en moto hasta la casa y sacó una bolsita de galletas del cajetín. En cuanto se metió en el bloque, nos acercamos a la moto con Perro, que empezó a ladrar al olerla.

–Creo, Gonzo, que ya sabemos quién les suministra la droga a estas mujeres. Creo que esas galletitas son de marihuana. Los voy a seguir yo sola, porque a usted ella lo conoce. Averigüe mientras tanto la dirección del muchacho.

Anoté la matrícula de la moto y me fui a hacer mis averiguaci­ones.

Poco después, Mercedes y el chico salían a la calle cogidos del brazo.

–Abuela, antes de ir a comer, pasamos por el banco, ¿no?

–Claro. Ji, ji, ji. ¿Cuánto necesitas, cariño?

–Lo que tú quieras darme, abuela. Emilia los siguió hasta una sucursal bancaria, donde vio que Mercedes sacaba mil euros del cajero automático, se quedaba cien y le daba noveciento­s a su nieto. Después fueron a un restaurant­e y comieron juntos.

Cuando el chico volvió a su domicilio, yo, acompañado de Perro y con una falsa placa de policía, ya lo estaba esperando en la puerta. El chico quedó tan sorprendid­o que confesó de inmediato.

–Es que una vez le di por error un paquete de las galletas de marihuana que hago para mí y mis amigos. Entonces, me di cuenta de que la abuela no solo se ponía de excelente humor, sino también muy generosa. Lo que no me imaginaba era que las repartiría entre las amigas. Ahora tengo que llevarle galletas cada semana, si no, se enfada mucho.

Síndrome de abstinenci­a, pensé, pero le dije con ironía:

–Por lo que sabemos, este “trabajo” tan duro te compensa económicam­ente. –Pero no lo haré más, se lo juro.

–No, lo que vas a hacer es bajar la cantidad de marihuana poco a poco –respondí pensando precisamen­te en el síndrome de abstinenci­a que podían sufrir las señoras si les quitaban la droga de súbito–, hasta que las galletas no tengan nada más peligroso que azúcar y mantequill­a. –¿Y después?

–Después vas a seguir visitando a tu abuela cada semana y vas a invitarla a comer. A ella y a sus amigas. Te estaremos vigilando. Como vea que os acercáis a un cajero automático…

Perro gruñó muy oportuname­nte.

–Vale, vale. Entiendo.

Antes de volver a la agencia, pasé por una pastelería y le compré unas galletitas a Emilia, que seguro que querría celebrar nuestro éxito. La encontré algo abatida.

–Usted, Gonzo, pensó incluso que las tres ancianas eran las aves del Estínfalo, cuando, en realidad, era ese nieto.

Sí. Él era el pájaro malvado que devoraba su pensión y sus ahorros, pensé.

–Pero ¿cómo es que el resto de su familia no se daba cuenta?

–Porque no les prestan atención cuando hablan con la gente mayor –suspiró con tristeza.

Por suerte, era la hora de la merienda y yo traía galletas.

Ella sacó una y se la acercó a Perro al hocico. –A ver, huélela, por si hay alguna sustancia rara – dijo bromeando.

Perro abrió su bocaza y la engulló en segundos. El único síntoma que mostró fue levantar la pata para pedir otra.

–Vamos a merendar, chicos –dijo Emilia.

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