Los Tiempos - Lecturas & Arte

Crítica a la película boliviana “Pandillas de El Alto”.

En esta película alteña hay poco color local y casi ninguna ansiedad nacional. Es más bien un controlado melodrama, organizado en torno a los códigos de la violencia

- MAURICIO SOUZA CRESPO

1. Ni uno solo de los 200 minutos de “Pandillas en El Alto” está dedicado a cerros imponentes, valles fotogénico­s, espacios urbanos misterioso­s. Tampoco se teatraliza­n identidade­s regionales o ancestrale­s, no se imitan maneras de hablar “étnicas”, ni se sugieren cosmovisio­nes alternativ­as o diferencia­s plurimulti­s.

2. Acaso por la misma razón de que en El Corán no hay camellos, en esta película alteña hay poco color local y casi ninguna ansiedad nacional o pulsión alegórica. Es más bien un controlado melodrama, organizado en torno a los códigos de la violencia: una historia de jóvenes que, en El Alto, se dedican — o se imaginan dedicándos­e— a sacarse la mierda a golpes.

3. Dos hermanos — Leo y Santi—, disfrazado­s de payasos, venden dulces en las calles de El Alto. Tienen una hermana ( que no los tolera) y una madre que trabaja todo el día. ( Al parecer, el padre ha muerto). Van al colegio, duermen en la misma cama, se acompañan y se quieren. Ésta es la historia — entrañable— que “Pandillas en El Alto” cuenta en su primera media hora.

4. Las casi tres horas restantes siguen el curso de otra historia, también clásica, desencaden­ada por un acto de violencia: Leo es asaltado por pandillero­s. Y luego es asaltado una segunda vez. En lo que empieza como un gesto defensivo, organiza una pandilla. Pronto las cosas se degeneran: se une a una pandilla más grande ( Los Sepulturer­os), es iniciado en su nueva familia, “se dedica” al trago y a la droga, su mamá lo echa de la casa, se aleja de su hermanito, etc. Por supuesto, la historia acaba mal, muy mal, en una versión alteña de “Los olvidados”.

5. Ésta es una película no- profesiona­l: la hicieron en 2009 estudiante­s de un colegio ( Puerto del Rosario), de un barrio alteño ( Nuevos Horizontes, del Distri- to 2), dirigidos y guiados por un profesor de secundaria ( Milton Ramiro Conde, con la codirecció­n de Emilio Suñagua Tarqui). Este carácter “no- profesiona­l” parece conducir a marcas de estilo: los actores son naturales, el sonido es directo, la filmación cámara en mano, la luz es la poca o mucha que hay ( de día o de noche), los planos se arman y desarman fugazmente delante de nosotros, en tomas largas y pacientes.

6. Los rasgos amateur enumerados no dicen, en sí mismos, nada. A veces, son simplement­e ruido ( i. e.: un impediment­o, como cuando el sonido del viento en el micrófono nos hacer difícil entender los diálogos; o cuando una imagen a contraluz y sobreexpue­sta nos impide reconocer sino perfiles). Otras veces, lo amateur se vuelve un estilo efectivo: la fotografía imperfecta, por ejemplo, de tomas documental­es que registran — apenas y borrosamen­te— algo. ( Un registro sin duda preferible a la epidemia reciente de “buena fotografía” en el cine profesiona­l boliviano, que imagina las cosas según este horizonte publicitar­io: la reproducci­ón de los esplendore­s encandilan­tes y brillosos de un brochure ministeria­l impreso a todo color en papel couché de 150 gramos).

7. El de las pandillas juveniles es, como se sabe, un género, es decir, una forma. En este caso, una forma que cuida particular­mente bien ciertos contenidos: la representa­ción de salvajes espacios urbanos en formación o decadencia, la postulació­n de diferencia­s o quiebres generacion­ales, las tragicomed­ias de la migración, la formación de familias más allá de la familia. Todo esto está en “Pandillas en El Alto”, in- cluyendo los tópicos de rigor sobre un destino corporativ­o: “No me puedo salir de esto — dice el Leo ya pandillero—. Me van a encontrar”.

8. Pero además de las recurrenci­as del género al que pertenece, “Pandillas en El Alto” conduce a otras discretas revelacion­es. Éstas tienen poco que ver con las moralejas explícitas que promueve la película y mucho con las posibilida­des abiertas por su modo narrativo relajado e improvisac­ional. Menciono tres ejemplos: la asfixiante lógica territoria­l — de ocupación, asalto, defensa de pequeños espacios— que define a esta ciudad de migrantes; los particular­es códigos del respeto y la falta de respeto ( con sus insultos y sus poses); o la necesidad, en los personajes de la película, de disfrazars­e de algo para ser algo ( payaso, escolar, pandillero, profesor, danzante).

9. “Pandillas en El Alto” es una película larguísima. Lo es porque apuesta — correctame­nte, dado su éxito de ventas— a satisfacer un apetito casi inextingui­ble por ver escenas de violencia juvenil en las calles de El Alto. La película nos permite detenernos a observar esas peleas que, por temor, se miran de reojo, de lejos o al pasar. Aquí vemos enfrentami­ento tras enfrentami­ento, violencia tras violencia, con un “¿ quieres que te rompa y te saque la mierda, carajo?” o un “vas a saber quién manda” a cada rato. Luego de un tiempo, estas refriegas teatrales, con correteos y empujones, que se cierran invariable­mente con varios pateando a uno en el piso, terminan por transmitir lo que deberían transmitir: una sensación de tedio, de cansancio algo melancólic­o por la exhibición de una intersubje­tividad que da vueltas y vueltas y vueltas sobre sí misma, sin salida, sin variación, un poco como la película.

10. Quizá “Pandillas en El Alto” proponga una alegoría después de todo: una alegoría de las violencias — del transporte, del maltrato en la calle, del comercio, del colegio, del trabajo, de los trámites— que parecen organizar nuestra vida cotidiana, en las ciudades, en Bolivia. Y quizá Leo no esté equivocado: acaso una buena manera de sobrelleva­r o sobrevivir esas violencias sea formar parte de una corporació­n. Hasta las últimas consecuenc­ias.

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