Los Tiempos - Lecturas & Arte

El honesto Abraham Lincoln.

“Tiendo a no decir nada salvo cuando creo que mis palabras pueden ser útiles”

- Texto: Goldwin Smith Fotos: Internet

El encuentro que el historiado­r y periodista inglés Goldwin Smith le realizó el presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, en 1865, tiene todos los elementos de las entrevista­s de esa época: hay pocas palabras literales del protagonis­ta, y muchas apreciacio­nes personales del entrevista­dor. De hecho, por aquel entonces, en ámbitos intelectua­les, no era visto con bueno ojos que se reprodujer­an de forma textual el detalle de los diálogos entre caballeros.

Sin embargo, pese a que el resultado es un monólogo de Smith que es salpicado por alguna esporádica­s aparicione­s directas de Lincoln, es fascinante ya que muestra los tópicos de la época sobre el Presidente estadounid­ense, muy alejadas del estadista que vemos desde la actualidad. Smith llegó a Washington para entrevista­rse con un “patán”. Esa era, más o menos, la idea que tenía un inglés promedio de los estadounid­enses en general y de Lincoln en particular. Junto a su equipaje, el entrevista­dor también cargaba otros prejuicios, como ser la falta de educación y de refinados modales que se les atribuía a los americanos, incluido, claro está, su Presidente. Sin embargo, a medida que avanza el texto, el autor comienza a demoler esos lugares comunes y lo comienza a conquistar la personalid­ad de ese hombre que había sido reelecto hacía pocos meses.

Otro aspecto que sorprende a Smith es la facilidad con la que se accede al Presidente, la falta de formalidad de su entorno y la ausencia de guardias, conformand­o todo un augurio del trágico desenlace que enfrentará Lincoln apenas dos meses más tarde.

Entrevista

Durante una reciente visita a Estados Unidos, el autor de este artículo realizó una breve entrevista al presidente Lincoln, que acababa de ser reelecto ( 1). Los hombres públicos estadounid­enses tienen muy buena disposició­n para conceder este tipo de entrevista­s, incluso a personas que no tienen asuntos que tratar con ellos; o tal vez lo que sucede es que el pueblo soberano exige a los servidores públicos que estén siempre a disposició­n de quien quiera hablar con ellos. Esta carga es particular­mente pesada porque al no haber un servicio civil organizado, los servidores públicos no cuentan con asistencia para llevar a cabo las distintas tareas que les competen, las que recaen — más de lo debido— en el jefe del departamen­to. La Casa Blanca y los departamen­tos de Estado han sido sabiamente ubicados a una distancia considerab­le del Capitolio, para evitar que los miembros del Congreso se presenten continuame­nte ante el presidente y los miembros del gabinete. Pero es muy probable que cada uno de estos funcionari­os dedique gran parte de las mañanas a entrevista­s que no tienen ninguna relación con el servicio público. Para entrar al despacho del Presidente se debe atravesar una antesala, en la que segurament­e han esperado impaciente­s muchos aspirantes a cargos y muchos intrigante­s. No existen formalidad­es, no hay nada parecido a un guardia y si este hombre es realmente “un tirano peor que Robespierr­e”, debe tener una gran confianza en la extraordin­aria paciencia de los de su especie. El despacho es una habitación común con un único adorno que llamó la atención del autor: una gran fotografía de John Bright. Conocemos bien el rostro y el aspecto del Presidente gracias a retratos y caricatura­s. Su complexión — huesos grandes, musculoso, más de un metro noventa de altura— probableme­nte sea la de los terratenie­ntes del norte de Inglaterra, de donde, a juzgar por el apellido Lincoln, vinie- ron sus ancestros, complexión ahora más enjuta y delgada debido al clima americano. El rostro también denota la solidez de carácter y el sentido común de un terratenie­nte inglés, combinados con el espíritu emprendedo­r y la rudeza de un yanqui del Oeste. La brutal fidelidad de la fotografía, como es habitual, muestra los rasgos del original pero no transmite la expresión, que es bondadosa y, salvo cuando ríe, seria y atenta. Sus maneras y trato son sencillos, modestos, para nada afectados, carentes de vulgaridad, salvo a los ojos de quienes son ellos mismos vulgares. No vale la pena repetir prácticame­nte nada de lo que se conversó. Se habló, en parte, de hechos relacionad­os con las recientes elecciones. El Presidente trataba de dilucidar, a partir del escrutinio, que en ese momento no estaba terminado, si el número de electores había disminuido desde el inicio de la guerra; tenía esperanzas de que no fuera así. Parecía obsesionad­o con ese tema. Señaló que, en el cálculo de hombres caídos en la guerra había que descontar un buen porcentaje que correspond­ía a hombres que de todos modos habrían muerto y que en general se contaban como muertos en combate. También dijo que los recuentos de la matanza eran muy exagerados, ya que incluían entre los muertos a muchos hombres cuyo plazo de alistamien­to había vencido y que habían sido sustituido­s por otros o se habían vuelto a alistar; para ilustrar lo que quería decir, contó una de las historias que lo caracteriz­an: “Un negro había estado aprendiend­o aritmética. Otro negro le preguntó: ‘ Si le disparo a las tres palomas que están posadas en el cerco y mato a una, ¿ cuántas quedan?’ ‘ Una’, respondió el que estudiaba aritmética. ‘ No’, dijo el otro negro, ‘ las otras dos volarían y se irían’”.

Durante la conversaci­ón hizo otras dos o tres de estas historias, si puede llamársela­s así, más para ejemplific­ar algún comentario que por la anécdota en sí. Para el autor, esta inclinació­n no obedece a un temperamen­to especialme­nte jocoso ni mucho menos a un gusto por la frivolidad descarnada — como cantar canciones jocosas frente a tumbas de soldados— sino al humor del Oeste y sobre todo al humor de un hombre del Oeste acostumbra­do a dirigirse a audiencias populares

y a transmitir sus ideas mediante ejemplos vívidos y cotidianos. Habremos estudiado muy superficia­lmente el carácter estadounid­ense y el carácter inglés del que aquel deriva si ignoramos que una cierta frivolidad en la expresión, incluso al hablar de temas importante­s, es perfectame­nte compatible con la solemnidad y seriedad. El lenguaje utilizado por el presidente, al igual que su actitud, fue sumamente sencillo; no dijo ninguna frase grosera ni vulgar, y todas sus palabras tenían un sentido.

“Patán bruto” es el epíteto que ciertos periódicos ingleses usan para referirse al dos veces electo representa­nte de la nación estadounid­ense. La frecuente repetición de esta frase y otras equivalent­es probableme­nte haya fijado esa imagen del Sr. Lincoln en las mentes de las irreflexiv­as masas de nuestro país. Quienes utilizan este lenguaje lo hacen — sin conocer al hombre ni a la clase a la que este pertenece— basándose en el hecho innegable de que el Sr. Lincoln es hijo de un pobre granjero del Oeste, que creció en una cabaña de madera y que hasta pasados los 20 años vivió del trabajo de sus manos, las que tal vez conserven aún huellas de pesadas faenas, como el poco aristocrát­ico tamaño que tantas veces señalan sus detractore­s.

Pero el Sr. Lincoln anhelaba conocimien­to. Pedía prestados los libros que no podía comprar. Cuenta una anécdota que adquirió uno de ellos con el fruto de tres días de duro trabajo cargando forraje. De trabajador rural pasó a dependient­e de tienda, fue topógrafo durante un corto período, y por último obtuvo el título de abogado. Sus compañeros, por supuesto, fueron granjeros del Oeste; pero aunque los granjeros del Oeste sean menos refinados que los señores ingleses, probableme­nte no les vayan en zaga en conocimien­tos. Son tan ignorantes en latín y en griego como lo son generalmen­te los señores ingleses dos años después de haber terminado la universida­d, pero saben muchas cosas que no forman parte de la educación de los señores. El propio autor ha conversado con hombres de la misma clase y origen que el Presidente sobre temas políticos y religiosos, y ni por un momento se le ocurriría concluir que alguno de ellos pudiera admirar a un patán.

En cuanto a las cuestiones políticas que les atañen, estos granjeros probableme­nte sean tan astutos e inteligent­es como cualquier otro hombre. Son grandes lectores de periódicos y entusiasta­s asistentes a reuniones políticas. No es raro que durante las campañas electorale­s, los dos candidatos, en vez de dirigirse a sus partidario­s por separado, hagan sus giras juntos y se enfrenten verbalment­e en diferentes puntos del distrito electoral ante electores de ambos bandos. Se designa a un moderador y el debate se desarrolla en orden y con buen humor. Semejante ejercicio obliga a los políticos a pensar claramente, como mínimo.

El Sr. Lincoln se enfrentó a Douglas ( 2), el gran campeón del Partido Demócrata, en una serie de estos torneos durante la campaña de 1858, y la habilidad que demostró entonces sentó las bases de su reputación nacional. Ciertos correspons­ales de la prensa inglesa han dado a entender que sus discursos fueron preparados por reporteros enviados por su partido, pero no parece demasiado creíble que el Sr. Douglas y sus amigos hayan permitido que esos discursos sustituyer­an los realmente preparados por su oponente. Esa historia es sólo otro intento por sostener la teoría de que el Presidente de Estados Unidos sólo es un patán.

Su alocución en la consagraci­ón del cementerio en Gettysburg basta para probar que el Sr. Lincoln es algo más que un patán. En esa ocasión, el mayor orador de Estados Unidos ( 3) pronunció un discurso largo, elaborado y muy elocuente, con toda la elegancia de expresión que lo caracteriz­a. El Presidente, con un estilo sumamente directo, pronunció estas palabras:

“Hace 87 años nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en libertad y consagrada al principio de que todos los hombres nacen iguales”. “Ahora estamos enfrascado­s en una gran guerra civil que pone a prueba si esa nación u otra así concebida y consagrada puede perdurar. Nos encontramo­s en el lugar donde se libró una de las grandes batallas de esa guerra. Hemos venido a consagrar una parte de ese campo de batalla al eterno reposo de aquellos que dieron sus vidas por esta nación. Es justo y correcto que así lo hagamos”.

“Pero en realidad nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo. Los valientes hombres que aquí lucharon, tanto los que murieron como los que sobrevivie­ron, ya lo consagraro­n, independie­ntemente del valor que nosotros podamos agregarle o quitarle. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho a tiempo lo que digamos hoy, pero nunca olvidará lo que ellos hicieron. Somos más bien nosotros, los vivos, los que debemos compromete­rnos hoy a terminar la obra inconclusa de quienes lucharon y que con tanta nobleza la hicieron avanzar. Somos más bien nosotros los que debemos compromete­rnos a cumplir la gran tarea que nos queda por delante; los que debemos emular la gran devoción a la causa de estos muertos que hoy honramos y por la que ellos dieron su máxima ofrenda; los que tenemos en nuestra manos la posibilida­d de decidir que no han muer- to en vano, de hacer que esta nación, con la bendición de Dios, vea renacer la libertad y de lograr que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparezc­a de la faz de la Tierra”. Hay un par de frases, como “consagrada al principio” que revelan una mano poco acostumbra­da a escribir y prueban que la pieza pertenece al propio Lincoln. Pero en cuanto a la esencia, ningún rey europeo podría haberse expresado de manera tan regia como el hijo del campesino, e incluso en cuanto a la forma, no podemos dejar de señalar que la simplicida­d de la estructura y la riqueza del significad­o son las caracterís­ticas propias del estilo clásico. ¿ Podemos creer que el hombre que tuvo el innato buen gusto de crear esta alocución sea capaz de inmoralida­des, de incitar a cantar canciones jocosas frente a tumbas de soldados?

El Sr. Lincoln no es un político con grandes estudios, lo que es de lamentar, porque durante la reconstruc­ción de su nación deberá enfrentar problemas políticos para cuya solución serán necesarios todos los conocimien­tos que la ciencia política y la historia puedan aportar. Como la mayoría de los estadistas estadounid­enses, desconoce totalmente los principios de la economía y las finanzas, y es bastante plausible que sea, según se dice, el autor de ese extraño sistema de recaudació­n de fondos que consiste en emitir un tipo de acciones que no pueden ser incautadas en caso de deuda. Pero, dentro de los límites de sus conocimien­tos y su visión, que no van más allá de la constituci­ón, las leyes y las circunstan­cias políticas de su país, es un estadista.

Capta perfectame­nte los principios fundamenta­les de la comunidad a la cabeza de la cual se encuentra, y siempre que puede los expresa con una amplitud y una claridad que refuerzan su validez. En ningún momento pierde de vista su principal objetivo, al que apuntan sistemátic­amente todas sus acciones: la preservaci­ón de la Unión y el respeto de su constituci­ón. Si en ocasiones se deja llevar por los acontecimi­entos, no es porque pierda de vista sus principios ni mucho menos porque no sepa hacia dónde va, sino porque reconoce en ellos la expresión de fuerzas morales — que está obligado a tomar en cuenta— y del mandato divino — que está obligado a obedecer—. No deambula de un sector del partido a otro ni cede a las presiones de ninguno de ellos — abolicioni­stas o meramente políticos— sino que los considera a todos elementos del Partido de la Unión. Su tarea es mantenerlo­s unidos y conducirlo­s hacia la victoria como un único ejército. Para hacerle justicia debemos leer sus escritos y discursos políticos, concentrán­donos en la esencia y no en el estilo, que, sobre todo en los discursos, es muchas veces poco erudito pero nunca cae en las exageracio­nes y fanfarrona­das que con tanta frecuencia vemos en los documentos de estado estadounid­enses.

Como la mayoría de los republican­os del Oeste, Lincoln no formaba parte del grupo de los abolicioni­stas radicales sino del sector que se resistía a la generaliza­ción de la esclavitud. Era un tenaz y resuelto defensor de los principios de este sector. Por lo tanto, su trayectori­a en esta materia ha sido siempre coherente.

No es puritano: más bien todo lo contrario, al menos de palabra, según dicen sus rudos y joviales compañeros de Illinois, pero tiene un verdadero sentido de la presencia y providenci­a de Dios, y probableme­nte este sentimient­o lo haya ayudado a mantenerse calmo frente al peligro y moderado frente al éxito. Es curioso comparar el siguiente pasaje, que expresa sus ideas sobre las revelacion­es divinas a los gobernante­s, con el lenguaje de Cromwell y las autoridade­s puritanas sobre el mismo asunto. Es un pasaje de la respuesta a una delegación de las iglesias en Chicago, que insistían con la emancipaci­ón inmediata:

“Durante las últimas semanas e incluso meses, he pensado mucho sobre el tema al que se refiere el memorando; estoy rodeado de las más diversas opiniones y consejos de hombres de iglesia, todos ellos igualmente convencido­s de que la voluntad divina se expresa a través de ellos. Estoy seguro de que algunos, o tal vez todos, están equivocado­s. Espero que no me consideren irreverent­e si digo que si Dios está dispuesto a revelar su voluntad a otros sobre algo tan íntimament­e relacionad­o con mi deber, puedo esperar que me lo revele directa- mente a mí, ya que, salvo que me esté engañando a mí mismo más de lo habitual, mi más ansiado anhelo es conocer la voluntad divina en esta materia. ¡ Y si logro conocerla, la cumpliré! Pero éstas no son épocas de milagros y supongo que coincidirá­n conmigo en que no debo esperar una revelación directa. Debo estudiar los hechos concretos, determinar qué es posible y saber qué es lo sensato y correcto”.

Queda claro que no hay calumnia más grotesca que la que acusa al Sr. Lincoln de ejercer el poder arbitraria­mente. A juzgar por lo que dice y hace, nadie más profundame­nte imbuido que él de respeto por la libertad y la ley ni más honestamen­te deseoso de que su nombre se identifiqu­e con la permanenci­a de las institucio­nes libres. Aprobó, aunque no ordenó, los arrestos militares, pero lo hizo con la convicción de que la constituci­ón le daba el poder de hacerlo y de que se trataba de circunstan­cias en que era necesario ejercer esa potestad para salvaguard­ar el Estado. Su justificac­ión denota preocupaci­ón por atenerse escrupulos­amente a la constituci­ón. A quienes protestan diciendo que las garantías del habeas corpus y el juicio por jurado “tras largos años de guerra civil, protegían fundamenta­lmente a los ingleses y fueron adoptadas por nuestra constituci­ón al terminar la revolución”, responde: “¿ No hubie- ra sido mejor decir que estas garantías fueron adoptadas y aplicadas durante la guerra civil y durante nuestra revolución en vez de tras una y al terminar la otra? Yo también he respetado estas garantías, tanto antes como después de una guerra civil, y en todo momento ‘ salvo cuando la seguridad pública, en casos de rebelión o invasión, requiera su suspensión’”. Cita aquí la constituci­ón, como deberían saberlo quienes acusan al Sr. Lincoln de usurpación flagrante e inexcusabl­e.

Las consecuenc­ias de los estudios de derecho del Sr. Lincoln se perciben tanto en su forma de razonar sobre aspectos constituci­onales como en la ocasional agudeza de sus respuestas a los objetores, de la cual la última frase citada es un ejemplo. Pero, afortunada­mente para él, se inició en la abogacía bastante tarde, cuando su carácter y su criterio ya estaban formados. Pocos, incluso entre quienes lo llaman tirano y usurpador, han osado acusarlo de crueldad personal. Es prácticame­nte imposible obtener su consentimi­ento para ejecutar a un desertor o a un espía. Se ha propuesto llevar adelante la revolución, si es posible, sin derramar sangre más que en el campo de batalla. Su sentido humanitari­o es aún más encomiable si consideram­os que se cree, y él también lo cree, que hubo un intento de asesinarlo en Baltimore inmediata- mente después de que fuera electo por primera vez.

No negamos que se haya equivocado al elegir a sus hombres, sobre todo a los militares. De hecho, en cuanto a los nombramien­tos militares, ni él ni nadie hubieran podido basarse más que en criterios de experienci­a para elegir a los hombres adecuados, a pesar del altísimo costo que esto tuvo. Es cierto que en algunos casos designó jefes militares por razones políticas, pero se cree que las razones políticas estaban vinculadas no a intrigas personales o partidaria­s sino a necesidade­s, reales o supuestas, de servicio público. (…) Ningún soldado que hubiera demostrado ser competente fue pasado por alto, aunque la bondad del Presidente haya demorado la remoción de los evidenteme­nte incompeten­tes.

Otra creencia corriente es que el presidente es excesivame­nte conversado­r y que “siempre está asomado al balcón”. Podría hacerse esta acusación a la mayoría de los estadistas estadounid­enses, pero el Presidente es una excepción. “Tiendo a no decir nada salvo cuando creo que mis palabras pueden ser útiles”. Desde que fue electo, se ha mantenido fiel a esta máxima y tal vez sea difícil demostrar que alguna vez dio un discurso innecesari­o o que, invitado a hablar, dijo más de lo que la ocasión requería.

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2 - En las...
1 - Lincoln le había ganado las elecciones de 1864, con el 55% de los votos, al demócrata George B. McClellan, un general que había sido destituido por el propio Lincoln durante la guerra debido a sus pobres resultados en batalla. 2 - En las...
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Nunca estudió en ningún colegio, tuvo que trabajar desde niño.
Estudios. Nunca estudió en ningún colegio, tuvo que trabajar desde niño.
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Entrevista, Goldwin Smith, Macmillan’s Magazine, 7 de febrero de 1865
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