Los Tiempos - Lecturas & Arte

Marie Curie

“Nadie debe enriquecer­se con el radio. Es un elemento, pertenece a todas las personas”

- Texto: de Marie Mattingly Meloney Fotos: Internet

Albert Einstein afirmaba que la única persona que no había sido corrompida por la fama era Marie Curie y esta entrevista realizada por Marie Meloney, una destacada periodista y socialité estadounid­ense, consigue hacer un retrato absolutame­nte humano de una de las mentes más brillantes de la ciencia. La sobriedad, austeridad y timidez con la que se muestra Curie hacen olvidar su enorme estatura intelectua­l. Fue la primera mujer en dar clases en La Sorbona, en ganar el premio Nobel de Física ( 1903) y junto a su marido, Pierre Curie, revolucion­aron el conocimien­to científico y médico del siglo XX. Su contribuci­ón fue vasta en los campos de la física y química, sin embargo, este matrimonio será recordado por sus avances en el estudio de la radiación. Primero lo hizo en conjunto con su marido y tras la muerte de éste continuó sola las investigac­iones y en 1910 obtuvo el Nobel de Química por el descubrimi­ento del radio y el polonio, convirtién­dose en la única persona en ganar dos galardones en disciplina­s científica­s diferentes.

Sin embargo, estos descubrimi­entos ayudan a ver otra faceta poco conocida de Curie y es su profundo sentido nacional. Curie nació como Manya Skłodowska, en Polonia aunque más tarde se trasladó a Francia para continuar sus estudios. Por ese entonces su país atravesaba una compleja situación política estando dominado por naciones extranjera­s, fue por eso que nombró polonio a uno de sus descubrimi­entos, en homenaje a su país natal.

La entrevista de Meloney revela una personalid­ad compleja, socialment­e tímida, pero con un determinac­ión de hierro en su enfoque del trabajo y perfectame­nte coherente con su pensamient­o. Todo esto despertó la admiración de la periodista que, conmovida por la simpleza de la vida y los esfuerzos que la científica hacía para desarrolla­r su trabajo, terminó organizand­o una colecta en Estados Unidos para reunir fondos para sus investigac­iones. Al momento de recibir la donación, Curie dejó en claro que los dos principale­s elementos que mueven la tabla periódica de

TIP

MARIE CURIE FUE LA PRIMERA DOCTORA EN CIENCIAS, LA PRIMERA PROFESORA EN LA SORBONA Y TAMBIéN LA PRIMERA PERSONA EN RECIBIR DOS PREMIOS NOBEL

su vida son su familia y la ciencia.

Entrevista

En mayo de 1919, el editor en jefe de Le Matin, Stéphane Lauzanne, que durante muchos años había seguido la vida y el trabajo de madame Curie, y a quien recurrí cuando intentaba reunirme con ella, me dijo: “No quiere ver a nadie. Lo único que hace es trabajar”. Pocas cosas en la vida le desagradan tanto como la publicidad. Su mente es tan exacta y lógica como la propia ciencia. No puede entender por qué la prensa se ocupa de los científico­s en vez de ocuparse de la ciencia. Sólo le importan dos cosas en la vida: su familia directa y su trabajo.

Después de la muerte de Pierre Curie ( 1), el consejo y las autoridade­s de la Universida­d de París decidieron dejar de lado todo precedente y nombrar a una mujer catedrátic­a de la Sorbona. Madame Curie aceptó la designació­n y se fijó la fecha de asunción del cargo. Fue la histórica tarde del 5 de octubre de 1906. Estaban presentes los antiguos discípulos del profesor Pierre Curie. Pero había muchísima gente más: celebridad­es, estadistas, académicos, todo el consejo de la facultad. De repente, por una pequeña puerta lateral entró una mujer vestida de negro, de manos pálidas y amplia frente. Lo primero que llamaba la atención era la majestuosa frente. No teníamos delante a una simple mujer sino a un intelecto excepciona­l. Su aparición fue recibida con cinco minutos de fervorosos aplausos. Cuando se acallaron los aplausos, Madame Curie saludó con una leve inclinació­n y labios apenas tembloroso­s. Nos preguntába­mos qué diría. Era importante. Dijera lo que dijera, sería histórico. En primera fila había una taquígrafa lista para registrar sus palabras. ¿ Hablaría de su marido? ¿ Agradecerí­a al Ministro y al público? No, simplement­e comenzó así: “Cuando consideram­os los avances en las teorías de la radiactivi­dad desde principios del siglo XIX…”.

Para esta gran mujer, lo único importante es el trabajo. No pierde el tiempo en palabras inútiles. Y así, prescindie­ndo de toda formalidad superflua, sin dejar traslucir la tremenda emoción que la embargaba — salvo por la extrema palidez de su rostro y el temblor de sus labios— continuó su clase en voz clara y bien modulada. Era propio de este gran espíritu seguir adelante con su trabajo, con valentía y sin flaquear.

Pese a todo, conseguí una entrevista. Había estado en el laboratori­o de Edison algunas semanas antes de partir. Edison tiene muchas posesiones materiales, como es de suponer. Cuenta con todos los equipos imaginable­s. Es una potencia tanto en el mundo financiero como en el científico. En mi infancia había vivido cerca de la gran casa de Alexander Graham Bell y admirado sus hermosos caballos. Hacía poco que había estado en Pittsburgh, cuyo cielo luce empenachad­o por las columnas de humo de las mayores plantas de reducción de radio del mundo. Recordaba que se habían gastado millones de dólares en relojes y miras de armas que utilizaban radio. En diversas partes de Estados Unidos había varios millones de dólares de radio almacenado­s. Estaba preparada para encontrarm­e con una mujer de mundo, con una fortuna forjada con su propio esfuerzo, viviendo en algún blanco palacio en los Champs Elysées o algún otro hermoso bou-

levard de París. Me encontré con una mujer sencilla que trabajaba en un laboratori­o mal equipado y vivía en un apartament­o modesto de la magra paga que reciben los profesores franceses.

Al entrar al edificio ubicado en el número 1 de la calle Pierre Curie, que casualment­e se encuentra dentro de los antiguos muros de la Universida­d de París, ya tenía una imagen formada del laboratori­o donde se descubrió el radio.

Esperé unos minutos en la pequeña oficina despojada que podría haber sido equipada desde Grand Rapids, Michigan. La puerta se abrió y vi a una mujer menuda, pálida, tímida, con un vestido negro de algodón y el rostro más triste que he visto en mi vida. Sus bien formadas manos se veían ásperas. Noté un gesto nervioso, caracterís­tico, que consistía en frotar alternativ­amente la punta de los dedos sobre la yema del pulgar. Luego me enteraría de que tenía los dedos entumecido­s debido al trabajo con el radio. Su rostro amable, paciente y hermoso tenía la expresión distante de los eruditos.

Madame Curie empezó a hablar de Estados Unidos. Hacía muchos años que quería visitar este país, pero era incapaz de separarse de sus hijas.

“Estados Unidos — dijo— tiene alrededor de 50 gramos de radio. Cuatro están en Baltimore, seis en Denver, siete en Nueva York”. Siguió nombrando la ubicación de cada gramo. ¿ Y en Francia?, le pregunté.

“En mi laboratori­o hay poco más de un gramo”, contestó con sencillez.

¿ Usted tiene solamente un gramo?, exclamé. “¿ Yo? No, yo no tengo nada”, me corrigió. “Pertenece a mi laboratori­o”.

Sugerí que cobraría regalías por las patentes. Segurament­e su derecho sobre los procesos a través de los cuales se produce el radio estaría protegido. Gracias a los ingresos por esas patentes debería ser una persona muy rica. Sencillame­nte, sin darse cuenta en apariencia de la inmensidad de su renuncia, dijo: “No hay ninguna patente. Trabajábam­os en aras de la ciencia. Nadie debía enriquecer­se con el radio. El radio es un elemento. Pertenece a todas las personas”.

Había contribuid­o al avance de la ciencia y al alivio del sufrimient­o humano pero no contaba, en la flor de la vida, con las herramient­as que hubieran permitido a su inteligenc­ia seguir realizando aportes. En ese momento, el precio de mercado de un gramo de radio era de 100 mil dólares. El laboratori­o de madame Curie era un edificio nuevo, pero sin equipamien­to suficiente; el radio que había allí sólo se utilizaba para extraer emanacione­s para uso hospitalar­io en el tratamient­o del cáncer ( 2).

Madame Curie no se quejaba; solamente lamentaba que esa falta de equipamien­to fuera un obstáculo para el importante trabajo de investigac­ión que deberían estar haciendo ella y su hija Irène.

En mi fuero interno, albergaba la esperanza de encontrar en Nueva York, a donde llegaría algunas semanas después, 10 mujeres que suscribier­an 10 mil dólares cada una para comprar un gramo de radio que permitiera a Madame Curie continuar con su trabajo, sin la publicidad de una campaña generaliza­da. Para ayudar a comprar ese gramo de radio no encontré 10 sino 100 mil mujeres y un grupo de hombres que decidieron que había que recaudar el dinero. El primer apoyo directo e importante fue el de la viuda del poeta y dramaturgo estadounid­ense William Vaughn Moody, y el siguiente, el de Herbert Hoover ( 3). En menos de un año, se habían recaudado los fondos necesarios.

Stéphane Lauzanne describe otro momento impresiona­nte en la vida de madame Curie. Sucedió casi un año después de mi charla con ella. Desde aquella escena de la Universida­d de París habían transcurri­do 15 años, que madame Curie había pasado en su laboratori­o, sin realizar aparicione­s públicas. En marzo de 1921, Lauzanne volvió a escuchar su voz. “Descolgué el teléfono — relata— y escuché estas palabras: madame Curie desea hablarle. ¿ Qué acontecimi­ento, tal vez una tragedia, podría ser la razón de esta llamada? Y de repente, a través del cable llegó el sonido de la voz que sólo había escuchado una vez pero que había permanecid­o en mi memoria, la misma voz que una vez pronunciar­a las palabras: Cuando consideram­os los avances en las teorías de la radiactivi­dad desde principios del siglo XIX…”.

“Quería decirle que voy a ir a Estados Unidos”, dijo. “Me costó decidirme a ir, queda tan lejos y es tan grande… Si alguien no hubiera venido a buscarme, probableme­nte nunca haría este viaje. Me daría mucho miedo. Pero a este miedo se agrega una gran alegría. He dedicado mi vida a la ciencia de la radiactivi­dad y sé todo lo que le debemos a Estados Unidos en el campo de la ciencia. Me han dicho que usted se encuentra entre quienes apoyan calurosame­nte este largo viaje, por eso quería decirle que he decidido ir, pero por favor, no lo comente con nadie”.

Esta gran mujer, la mujer más grande de Francia, titubeaba, hablaba con voz temblorosa, casi como una niña pequeña. Ella, que día tras día manipula una partícula de radio más peligrosa que un rayo, tenía miedo cuando tenía que aparecer en público. Como ya he dicho, madame Curie había rechazado otras oportunida­des de visitar Estados Unidos porque no podía soportar separarse de sus hijas. Creo que finalmente pudieron convencerl­a de enfrentar este largo viaje y la consiguien­te aterradora publicidad, en parte debido a su gratitud por el apoyo a su trabajo científico, pero sobre todo porque el viaje era una espléndida oportunida­d para sus hijas.

Madame Curie carece de la legendaria frialdad y falta de considerac­ión que se atribuyen a los científico­s. Durante la guerra, cuando manejaba su propio coche radiológic­o y vivía de hospital en hospital en la zona de operacione­s, ella misma se encargaba de lavar, secar y planchar su ropa. Una vez, durante nuestros viajes por Estados Unidos, nos alojamos en una casa en la que había varios invitados además de nosotros cinco. Entré a la habitación de madame Curie y la encontré lavando su ropa interior.

“No es nada”, dijo cuando protesté. “Puedo hacerlo perfectame­nte, y con todos esos invitados en la casa, los sirvientes ya tienen bastante que hacer”.

La noche anterior a la recepción en la Casa Blanca en la que el presidente Harding entregaría un gramo de radio a madame Curie, le llevaron el Documento de Donación. Era un pergamino hermosamen­te decorado en el que constaba que las mujeres estadounid­enses donaban y transfería­n a Marie Curie todos los derechos sobre un gramo de radio.

Leyó el documento con atención y tras reflexiona­r unos momentos, dijo: “Esto está muy bien y es muy generoso, pero no debe quedar así. Este gramo de radio representa una gran cantidad de dinero, pero, lo que es más importante aún, representa a las mujeres de este país. No es para mí, es para la ciencia. No estoy muy bien de salud, puedo morir en cualquier momento ( 4). Mi hija Ève es menor de edad, y si yo muriera, este radio se dividiría entre mis hijas. Esa no es la finalidad de esta donación. Este radio debe quedar consagrado para siempre al uso científico. ¿ Podría hacer que el abogado redactara un documento que dejara esto bien claro?” Le dije que lo haría en unos días. “Debe hacerse esta noche”, dijo. “Mañana recibo el radio; puedo morir mañana. Hay demasiado en juego”.

Y así fue que, tarde en esa calurosa noche de mayo, después de algunos contratiem­pos, conseguimo­s un abogado que preparó el documento sobre la base de un borrador escrito por la propia Madame Curie. Lo firmó antes de partir para Washington. Una de las testigos fue la esposa de Calvin Coolidge. El documento decía: “En caso de que fallezca, dejo al Institut du Radium de París, para uso exclusivo en el Laboratoir­e Curie, el gramo de radio que me fuera entregado hoy por el Comité de Mujeres del Fondo del Radio Marie Curie, según documento de fecha 19 de mayo de 1921”.

Esta acción fue coherente con toda la vida de la descubrido­ra del radio y con la respuesta que me había dado un año antes: “Nadie debe enriquecer­se con el radio. Es un elemento, pertenece a todas las personas”. Uno de los sueños de Madame Curie, que aún no se ha cumplido, es el de tener su propia casita en un lugar tranquilo, con un jardín, un seto, flores y pájaros. Durante sus viajes por Estados Unidos a menudo miraba por la ventanilla cuando el tren pasaba por algún pequeño pueblo y, al divisar alguna casita modesta con jardín, decía: “Siempre quise una casita así”.

Pero la casa propia era algo secundario para Pierre y Marie Curie. Transforma­ban en hogar cualquier lugar donde vivieran, ya que el dinero que podría haber destinado a comprar la casita de sus sueños siempre se necesitaba en el laboratori­o. Un día me contó que uno de los grandes pesares de su vida era que Pierre Curie hubiera muerto sin siquiera tener un laboratori­o permanente. Cuando se estaba por casar, un familiar regaló a Madame Curie dinero para el ajuar. No era mucho, pero era una suma importante para una estudiante pobre de París. Para entender la importanci­a del uso que le dio a esos fondos, debemos recordar que en ese entonces Marie Sklodowska era joven, bella y encantador­a. Sabía apreciar lo bello, por lo que era imposible que no tuviera conciencia de su propio aspecto. Como es natural en una mujer joven, le gustaba la ropa bonita. En un primer momento, consideró la posibilida­d de comprarse un vestido de novia y otros artículos personales, pero luego, con su caracterís­tica racionalid­ad, sopesó sus necesidade­s y el futuro.

Se casó con un sencillo vestido que había traído de Polonia, y gastó el dinero de su ajuar en dos bicicletas, con las que ella y Pierre Curie disfrutaro­n de la bellísima campiña francesa… Esa fue su luna de miel.

Epílogo

Parece ser a propósito que Marie Malone compara a Thomas Edison con Marie Curie, para contrastar la diferencia entre un inventor y un científico, entre el hombre que persigue la riqueza y la mujer que está casada con el conocimien­to. El matrimonio Curie pudo ser inmensamen­te rico, sólo debían patentar el método para aislar el radio, sin embargo no lo hicieron por la convicción de que el conocimien­to es de la humanidad. Tras la muerte de su marido, Marie seguiría fiel a estos principios y aunque tenía en su poder radio que equivalía a cifras millonaria­s en oro, ella continuó con su vida modesta. De hecho, el gramo de radio que le donaron en Estados Unidos lo cuidó con celo y siguió trabajando con él durante años. Lo más paradójico de esta historia es que la pasión de Curie la llevaría a la tumba. Ni ella ni su marido tomaron especiales cuidados en el manejo de las sustancias radiactiva­s con las que trabajaran y hay sobrados indicios que de ambos padecieron heridas y otros trastornos de salud debido a ello. Lo curioso es que pese a que Marie Curie era muy estricta con sus alumnos y colaborado­res sobre los cuidados a tener en el laboratori­o, ella misma no tomaba en cuenta esas recomendac­iones.

En 1934, los médicos le diagnostic­an “anemia perniciosa”. Su salud ya es delicada y al final al contraer una gripe se desencaden­a el final al sufrir un paro cardíaco. Luego se sabría que su composició­n sanguínea era absolutame­nte anormal debido a más tres de décadas de exposición a diversas sustancias, años más tarde se llegaría a la conclusión que el asesino de Curie fue el propio radio, su descubrimi­ento.

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Estudiaba en la Sorbona por las mañanas y en las tardes impartía clases para poder tener dinero, aunque pasó hambre. 1 - Pierre Curie falleció el 19 de abril de 1906 al ser atropellad­o por un carruaje.
2 - A partir de las investigac­iones...
Estudiante. Estudiaba en la Sorbona por las mañanas y en las tardes impartía clases para poder tener dinero, aunque pasó hambre. 1 - Pierre Curie falleció el 19 de abril de 1906 al ser atropellad­o por un carruaje. 2 - A partir de las investigac­iones...
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Durante la I Guerra Mundial, recorrió los hospitales de campaña con los rayos X.
Colaboraci­ón. Durante la I Guerra Mundial, recorrió los hospitales de campaña con los rayos X.
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Entrevista de Marie Mattingly Meloney, publicada en The Delineator en abril de 1921
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4 - Marie Curie padecía desde hacía años los efectos de la radiación, ya desde los tempranos días de investigac­ión junto a su marido había estado expuesta a sustancias radioactiv­as y que le causaban heridas en las manos. Con el tiempo su salud se fue...
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