Yo opino o la revolución de los internautas
Agobiada hasta el hastío por el ruido ensordecedor de las opiniones que se vierten, o se arrojan o, las más de las veces, se vomitan en las redes sociales; cansada de perder tiempo de forma escandalosa, entrampada en el juego trivial y sinsentido de opinar de todo y de nada, de comentar sobre lo importante y lo vano, de saltar de lo sublime a lo miserable en cuestión de segundos, de constatar que opinión y redes son a la vez caldo de cocción y festín, donde cocinar y devorarse los unos a los otros deviene en lo mismo y lo igual, me detengo aquí para desgranar algunas reflexiones.
Lo primero, observar el acaecer de una revolución. La opinión pública, de contar apenas unos años atrás con un espacio reducido y privilegiado en las columnas de opinión o ser dato mediatizado por la prensa escrita, radial y televisiva, pasó, gracias a las redes sociales, a ganar una plataforma universal e irrestricta tornándose masa líquida, o gaseosa, como bien la define Peter Sloterdijk. Existen miradas optimistas a este proceso, como la de Marcelo Guardia, que en su último artículo señala que las redes sociales —la más importante plataforma mundial de comunicación— posibilitan el libre ejercicio de la crítica dinamizando nuevas formas de generación de conciencia y participación de la ciudadanía cibernauta, para influir positivamente en el cambio social.
Yo me pongo en la vereda del frente, y más allá de concordar con Umberto Eco que acusaba a las redes sociales de haber generado una invasión de imbéciles otorgando el derecho de hablar a legiones de idiotas, equiparo esta revolución mediática con aquella de los esclavos, nietzscheana, que nos habla de la imposición de los instintos de la plebe y de la moral del rebaño sobre la moral de los nobles. Los internautas son esa plebe otrora invisibilizada y silenciosa que ahora tiene la posibilidad, como nunca la tuvo, de bramar y rugir sus ideas gestadas al calor de su credo, de sus prejuicios y creencias inmediatas, de su pertenencia al terruño, de sus valores tradicionales, de sus virtudes pacatas, en fin, al calor de sus emociones más primarias, que por supuesto, y en general, están a años luz de ser racionales, veraces, creativas, originales, libertarias, o mundanas, ideas que se imponen con creces a las del especialista munido de engorrosos datos ciertos y argumentos sopesados (siempre existe la excepción a la regla).
Atiborrado de opiniones banales el mundo de las redes es el de la “posverdad” y ésta no es otra cosa que la vieja y despreciada doxa de los primeros filósofos: la opinión, que no es saber ni verdad, sino pura apariencia. El primero en describirla (y abominar de ella) fue Parménides de Elea, para quien la opinión del hombre común y su entendimiento superficial y múltiple transitaba por rutas muy alejadas de la razón. O Heráclito, para quien las opiniones humanas eran juegos de niños. Platón —más benevolente—, distinguía entre los filodoxos “el que opina, pero no conoce” y el filósofo, el amante del verdadero saber. Platón emprendió una verdadera cruzada contra los sofistas, maestros indiscutibles de la “posverdad”, es decir, maestros en hacer aparecer cualquier mentira como cierta: “No hay saber sino un opinar”, decía Gorgias instrumentalizando así el lenguaje. Platón contra ellos esgrimía la razón como única arma de lucha: “Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien, suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto, pretende afirmar algo, sea como fuere”. ¿Puede ese espíritu batirse en la actualidad en las redes sociales? Por supuesto que no, la multiplicación monstruosa de opiniones burdas, mentirosas, y la estulticia de las masas opinadoras no lo permitiría. Otros serán entonces los caminos del saber fundamentado, ¿el de las redes? Nones.