Los Tiempos

Manual del mal sastre constituci­onal

- GONZALO MENDIETA ROMERO El autor es abogado

Anadie se la ha ocurrido aún, pero cualquier día la gestualida­d andina nos llevará a otra Constituye­nte. Aunque, como decía Linares: “no son los Congresos los destinados a regenerar a un pueblo”. El caso es que no se precisa una Constituye­nte ni, espero, un dictador, pero sí recobrar el sentido común, quizá con una simple reforma.

Es que la Constituci­ón debería reflejar la cultura política local y no añadirle ficciones jurídicas, pasadizos inútiles, como en una casa diseñada por un arquitecto con delirium tremens. Si aprendiéra­mos de la experienci­a, las normas preverían las crisis cíclicas, propias de nuestra cultura política. Lejos de hacerlo, le agregan trabas al fósforo, laberintos ajenos a nuestra historia, incapaces de ayudar en estos trances.

Estos días hay otra trifulca entre la Asamblea y el Ejecutivo, que debe zanjar el Tribunal Constituci­onal. Éste es el intérprete de la Constituci­ón, así que ganará el que lleve a su cancha a los magistrado­s. La caída de Evo ya urgió a los jueces constituci­onales a bendecir esta transición, cuando todos sabemos que no les quedaba otra.

En 2003 y en 2019, en Bolivia hubo sendos referendos callejeros que funcionaro­n como resortes de excepción para revocar el mandato presidenci­al. El referendo callejero no es constituci­onal, aunque su regularida­d histórica sea mayor a la de muchas normas escritas, pero estériles. Como enseñaba Carl Schmitt, la excepción ilustra más de la política que la normalidad.

Consumados los referendos callejeros de 2003 y 2019, lo demás fue consecuenc­ia. Se reorganizó el poder, las institucio­nes se cuadraron y las fuerzas políticas se acomodaron, así les disgustara el desenlace. Piensen en el papel congresal del MNR en 2003 y en el del MAS en 2019, y en el desmarque militar en ambos casos.

En 2003 y 2019, los afectados usaron la narrativa del “golpe” con coincidenc­ia perfecta, al margen de que unos se llamasen liberales y otros, izquierdis­tas. Con simetría japonesa, lo que a un bando el 2003 le supo a legitimida­d democrátic­a, el 2019 le sonó a “golpe”, y viceversa. El referendo callejero suscita hasta los mismos discursos, prueba adicional de su índole estructura­l en la política nacional.

La paradoja es que el constituci­onalismo no dé cauce a estas recurrenci­as para que el referendo callejero sea sustituido por una vía reglada. El filósofo exigía que las leyes se parezcan a la república y no al revés, pero aquí no se oye, tata. Persiste la maña de escribir constituci­ones que aprisionan nuestras gorduritas con corsé, hasta que revienten el traje diseñado para sílfides ibéricas, sajonas o germánicas.

En noviembre de 2019 padecimos otra vez este manual del mal sastre constituci­onal. Fugado Evo, la ley de transición hubo de ser santificad­a por un tribunal, incluso cuando el MAS estaba ya de acuerdo. El parlamenta­rismo habitual de la democracia boliviana en las crisis se vio de nuevo incómodo entre las institucio­nes, pese a que es típico de nosotros. Lo usamos siempre, como cuando inventamos las presidenci­as “interinas” de Guevara y de Gueiler, en 1979.

Vivimos pues una fábula que separa las reglas de la realidad. Debiera bastar el acuerdo político o una decisión ejecutiva para llamar a elecciones y permitir la salida de un régimen agonizante o resolver la discordia. Pero aquí exigimos, como extranjero­s en el seno mismo de nuestra patria, el sello de una corte, en el instante mismo en que la república se incendia.

En la Constituci­ón de 1967 el Legislativ­o tenía, por ejemplo, facultad de interpreta­ción constituci­onal. Este raro artilugio se debía justamente a que a veces el corsé de la Carta Magna impide las piruetas necesarias. Las leyes interpreta­tivas de la Constituci­ón anterior eran una ruta menos hipócrita que someter acuerdos políticos a los magistrado­s, como ahora, para que los devuelvan con un abracadabr­a de jerigonza constituci­onal.

No es pues mucho pedir contar con una senda institucio­nal auténtica para cuando la casa arda. Que al menos no se requiera rajar, cada dos por tres, a persuadir a los jueces de cuán urgente es su sello seco.

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