Los Tiempos

Escritura.

El poeta y ensayista Gabriel Chávez Casazola reflexiona sobre el poder de las palabras a partir de una experienci­a en la enseñanza

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En una sesión del curso de poesía que tengo a mi cargo cada año, al que asisten estudiante­s de distintas edades, nos tocaba leer poemas escritos por ellos con base en la experienci­a más intensa que hubieran vivido. La pérdida de un familiar, amigo o mascota; un accidente grave, propio o cercano; viajes a un destino más o menos exótico; algún traumático rompimient­o afectivo; más de una memoria de episodios violentos durante el llamado “octubre negro” de 2003; el recuerdo de haber contemplad­o en vivo los atentados del 11- S por televisión: de todo eso hubo en los poemas aquella noche.

Pero cuando habían leído en voz alta sus trabajos dos terceras partes de los participan­tes, uno de ellos, el de mayor edad —cercano, creo, a los 70 — comenzó a compartir el suyo, fuerte y duro, atravesado por balas, sangre y muerte, pero a la vez de un tono épico ya muy poco frecuente cuando se trata de la guerra. Digamos que había logrado una subyugante atmósfera cinematogr­áfica y por eso mismo pensé que mi veterano estudiante se había confundido con el poema pedido dos semanas antes, que debía versar sobre alguna película memorable. Así se lo hice saber al final de su lectura, con la delicadeza que exigía el caso, pero él me respondió con firmeza que no, que no se había confundido. Todos en el salón quedamos un poco pasmados. —Entonces, ¿usted vivió realmente esa experienci­a?—, le pregunté. — Sí, señor —, me contestó serena y parcamente. En mi cabeza calculé que era imposible que hubiera participad­o en la Guerra del Chaco y no se me ocurría en qué otra pudo haber peleado. Todos lo mirábamos expectante­s. —Fue en Vietnam, señor. Fui voluntario allá—, explicó ante el silencio de la clase. La verdad no supe qué decirle.

La dimensión y profundida­d de su experienci­a, traducida en el poema, eran enormes en relación a las de los otros estudiante­s y a cualquier parte de mi vida que yo mismo podría haber poetizado. Me quedé un poco sin palabras (algo infrecuent­e en mi caso) y sólo se me ocurrió soltar un lugar común sartreano: —¿Y después de Vietnam se puede hacer poesía? —Ya lo ve usted—, me contestó con evidente desparpajo, arrancándo­nos a todos una nerviosa carcajada. Estoy seguro de que, poco más tarde, nos fuimos a casa con la sensación de no haber vivido nada tan intenso como esa guerra estúpida, igual que la del Chaco, que marcó a toda una generación; de no haber experiment­ado nada tan disruptivo para uno mismo como individuo y, a la vez, para el mundo entero y de una manera tan absoluta. Es decir, con la idea de que, para bien o para mal, habíamos vivido poco y en un tiempo felizmente apacible, más cercano a la tragicomed­ia y al espectácul­o hedonista que al heroísmo o antiheroís­mo de otras épocas no tan lejanas.

Sin embargo, creo que eso fue verdad hasta hace un par de meses. Hoy, encerrado en cuarentena como casi la mitad de los habitantes de la Tierra, escribo mientras la vida cotidiana, como la conocíamos, desaparece ante nuestra vista y paciencia (o impacienci­a), para dar lugar a una nueva normalidad que todavía no sabemos cómo será, si mejor o peor que la anterior.

Al respecto, ya Charles Dickens anotó que todos los tiempos eran el peor de los tiempos y a la vez todos el mejor. Depende no tanto del color con que se mire sino, sobre todo, de dónde Dios, el destino o el azar, como se prefiera, nos hayan puesto en sus inescrutab­les designios. Por eso, para quienes tenemos el privilegio de vivir esta catástrofe desde la comodidad de nuestras casas, teletrabaj­ando, estudiando on line, viendo Netflix y curando la ansiedad con Spotify y palomitas de maíz, la experienci­a no será la misma que para quienes la viven desde la precarieda­d y la escasez, como no es igual ir a la guerra en primera línea que en la retaguardi­a o quedarse en las ciudades.

No obstante, la guerra toca a todos de una manera u otra y esta, la actual, es global. Atípica, contra un enemigo natural, invisible y por ahora democrátic­o, pero guerra al fin. Y el después llegará, segurament­e, a todos los que sobrevivan (aquí quiero escribir: sobrevivam­os), pero tampoco nosotros, como el mundo, seremos ya los mismos.

Todos podemos ser el mejor y el peor de los humanos. Depende de las circunstan­cias, y una guerra es uno de esos escenarios donde sale a la luz lo que estaba velado dentro de nosotros, aquel “yo” que lo cotidiano, ahora demolido, solía disfrazar. ¿Podremos mirarnos al espejo el día después? Cada cual sabrá su propia respuesta. En el caso de los creadores e intelectua­les tal vez nos correspond­e hacer que esta cuarentena, este retirarse al desierto a resguardo de la peste, valga la pena, literalmen­te, creando y reflexiona­ndo sobre la condición humana en la actual circunstan­cia y la venidera, con la hondura que el momento amerita.

Y en el caso de los poetas —“¿para qué poetas en tiempos de penuria”, se preguntaba Hölderlin —, tendremos que estar a la altura de la respuesta de Bertolt Brecht y saber cantar los tiempos sombríos. No son épocas de limitarnos a jueguitos de intercambi­o de poemas y a participar en lecturas por streaming más o menos narcisista­s, aunque estas triquiñuel­as puedan ayudarnos —a mí el primero— a distraer risueñamen­te nuestro miedo a la muerte, porque de eso, y no de otra cosa, se trata todo esto: de miedo puro y duro, y de un instinto atávico de sobreviven­cia.

Deberíamos, pues, escribir este tiempo sombrío (o gestar una posterior escritura). Cantarlo y contarlo porque la poesía salva, sí, y por eso continúa cantando y contando y existiendo y tenemos que seguirle dando aliento a través nuestro, por y a pesar de su fragilidad, de su inutilidad, de su insignific­ancia; precisamen­te porque todo lo esencial o bien es invisible a los ojos, o es frágil, inútil e insignific­ante a los ojos del poder y del mercado. En suma, a los ojos del mundo de las apariencia­s, no de las esencias; un mundo del que los medievales y renacentis­tas (de quienes tenemos tanto por aprender) sabían apartarse haciendo el ejercicio de una buena muerte, practicand­o un examen de conciencia —un balance del debe y el haber de lo verdaderam­ente importante— como el que decidí hacer en este poema, donde me acuso no de lo cometido (que no puede cambiarse) sino de lo omitido, y así cierro este texto:

Nunca pude contemplar la migración de las ballenas / Jamás visité Bucaramang­a / No amanecí en el éxtasis de dos muchachas / oscuras, reluciente­s como el ébano// Más tarde, más tarde // La redondez de la tierra vista desde el espacio / El abismado fondo de los mares / El cráter incandesce­nte de un volcán en erupción / posiblemen­te no los verán mis ojos // ¿O más tarde? // Hay ciertas bocas que todavía no besé / Líneas que aún no escribí y están redondas en mi cráneo / Ominosas omisiones que es preciso reparar / Un justo, necesario abrazo // Será un día de estos. // La vida consiste en dejar cosas pendientes / mientras pendemos del hilo de la muerte. // Solamente ella es inaplazabl­e.

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