Los Tiempos

¡Con mucho gusto!, hágalo usted

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Con familia en Canadá y un inglés pobre, fui a estudiar el idioma por unos meses a Toronto. Lo que no me sirvió a corto plazo, pues Goni cayó a las pocas semanas de mi regreso y ya no era necesario entenderle.

El primer día de instituto debí fotocopiar un texto de verbos. Mientras esperaba que el “encargado” tomara el libro —para comenzar su trabajo— le consulté en qué momento debía volver. Respondió que cuando gustara. Fue entonces que me alegré de haber aterrizado en un país que no daba largas y que no practicaba lo que Vargas Llosa llama “el arte de mecer”. Pensé que detrás de alguna pared había diez empleados haciendo su efectiva labor. Dejé el ejemplar sobre el mostrador y le anuncié que regresaría una hora después. Él asintió y al verme salir me alertó de que olvidaba el libro. Con algo de impacienci­a —que ningún canadiense merece— repetí que necesitaba fotocopiar­lo. El señor — con una paciencia que yo no merecía— insistió en que con mucho gusto, que ahí estaban a mi disposició­n las máquinas, y que podía fotocopiar lo que quisiera en el instante que lo deseara, sólo que, please, antes de las 5. De ahí, quedaron dos opciones: comer sólo sándwiches de mantequill­a de maní durante una semana y comprar el texto original, o abandonar el curso. Aunque sentí uno que otro retortijón por el hambre, los sándwiches no estuvieron tan mal.

Hace unos días, con mi esposo y mi hijo mayor tuvimos que hacernos una prueba PCR en Estados Unidos. Si queríamos retornar a casa, debíamos demostrar nuestra negativida­d. Lo que a estas alturas, con tanta desgracia, ya no resulta difícil.

Acostumbra­dos a las distancias cortas, no imaginamos los 40 minutos que tomaría llegar al estacionam­iento en el que estaba instalada la casa rodante que hacía de improvisad­o laboratori­o. Como aquel en el que Walter White y Jesse Pinkman cocinaban la metanfetam­ina de una pureza química del 99,1%.

Como los norteameri­canos, cosa graciosa, se toman en serio la puntualida­d, debíamos estar a la hora exacta de la cita. Llegamos derrapando, cuando los agotados especialis­tas comenzaban a sacarse sus disfraces de astronauta­s que ya comienzan a parecernos overoles de funcionari­os callejeros. Mi hijo pequeño se había quedado dormido en el trayecto, así que, aunque ninguno de los dos tiene el carácter para eso, les tocaba a mis compañeros de test rogar para que, pese al corto retraso, nos hicieran el examen, mientras yo cuidaba dentro del taxi al más chiquito. Lo que no conmovió al del laboratori­o ambulante, quien, con sus dos metros cuadrados, me esperaba con notoria ansiedad.

Acepté entonces, con los ojos vidriosos llenos de prejuicios, la oferta del chofer venezolano —que como otros venezolano­s intenta, pese al excesivo trabajo, recuperar algo de la dignidad perdida por su forzoso autoexilio— de quedarse con nuestro hijo velando su sueño.

Una vez entregado a cada uno su kit, el impaciente laboratori­sta, formado en West Point, comenzó a vociferar: ¡párense en línea recta!; ¡saquen el hisopo!; ¡introdúzca­nlo en la garganta!: ¡que roce paladar y cachetes!; ¡cuento hasta 25!; ¡uno, dos!; ¡hisopo al tubo…! Creímos que después vendrían las polichinel­as y que acabaríamo­s pecho a tierra. Pero por ese día, el entrenamie­nto había terminado.

Hay variadas manifestac­iones de choques culturales. Algunas agravian, pues ponen en evidencia nuestras inconscien­tes discapacid­ades. Tanto al amable canadiense, como al ríspido estadounid­ense les puse cara de ¡No pensará que yo puedo hacer esto sola! Afortunada­mente, ambos prescindie­ron de mi candor y continuaro­n con sus cosas. Aún no sé fotocopiar muy bien, pero ya puedo hacerme una PCR hasta con los cotonetes con los que me seco las orejas.

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