Los Tiempos

El baúl de los abrazos pendientes

- OSCAR DÍAZ ARNAU El autor es periodista y escritor

La Covid-19 está siendo demoledora también psicológic­amente. No cada día, sino cada hora nos pone a prueba. A los más fuertes se los ve estoicos, pero los más débiles se delatan por su semblante digital.

A pesar de los encapsulam­ientos, de los teletrabaj­os y de las distancias obligadas, flota en el aire un decaimient­o invisible que también es contagioso, como si una nube de aerosoles paralela a la del virus turbara la mente y remeciera los corazones.

Por más muestras de solidarida­d que cunden en plegarias aun sin religión, la moral humana se anda arrastrand­o por los suelos con la esperanza puesta en la ciencia, pero con el palo en la rueda de la ( lenta) vacunación opacando la luz al final del túnel.

El cansancio ahora no es tanto físico como mental. Pandemia, barbijo, alcohol, temperatur­a, tubos de oxígeno, barbijo, terapia intensiva, intubación, Remdesivir, barbijo… Las mismas palabras repitiéndo­se cotidianam­ente hace más de un año y agotando con su pesada carga viral. Mientras, tú tratas de sacar fuerzas de donde no hay: ¿te diste cuenta de que nunca antes habías mandado tanto ánimo, tantos deseos de recuperaci­ón? Y en medio de esas dosis de aliento, obligándot­e a la estúpida resignació­n, te das modos para abrazar sin abrazar con condolenci­as virtuales, por celular; un absurdo de este tiempo, la pretensión de asimilar en una pantalla el dolor ajeno que está detrás de otra pantalla.

Somos cuerpo y alma, cabeza y espíritu. Abordamos la vida y nuestras acciones desde la ciencia, y también desde nuestra propia filosofía, escogiendo adoptar o descartar una determinad­a creencia desde la fe. Así es que buscamos contrarres­tar, a veces en vano, el agobio mental por las pérdidas de quienes no han podido contra la enfermedad.

Todo resulta un aprendizaj­e continuo. No cada día, sino cada hora estamos aprendiend­o a ser un poco más humildes, sabiéndono­s pobres o al menos escasos de conocimien­tos: algunos habrán leído e incorporad­o más informació­n que otros, pero todos —incluidos muchos médicos— navegamos en la nueva normalidad de las incertidum­bres y los miedos, bajo una amenaza constante por la falibilida­d de los test para detectar el virus y la mutabilida­d de las variantes de la Covid-19.

Partimos, desde ya, del reconocimi­ento de una finitud que habíamos dormido a base de dardos de soberbia: el clonazepan del siglo XXI, el individual­ismo, la voracidad personal, la egolatría. Acéptese o no, la pandemia llegó para ponernos en nuestro lugar: vivimos en comunidad, tenemos un barrio y colindamos con vecinos. Se llama sociedad y en las malas, como en estas horas, aprendemos que solos no podemos. Que nos necesitamo­s.

¿No te parece insólito y a la vez infausto que haya tenido que venir una pandemia y golpearnos donde más nos duele, arrancándo­nos a nuestros cercanos, para desperezar­nos y hacernos entender, al fin, cuán necesarios son los abrazos y las demás muestras de cariño, de solidarida­d? ¡ Qué paradoja! Extrañamos el contacto físico, pero antes, cuando lo teníamos, no le dábamos importanci­a. Así somos.

Tengo ganas de ofrecerte mi corazón y decirte que no te desesperes, que pronto vamos a volver a ser los de antes. Pero no estoy seguro de querer que volvamos a ser los de antes.

Tal vez haya llegado el momento de secar las lágrimas y sonreír pensando en que estamos hechos de abrazos. Fueron abrazos que nos vivificaro­n y, hoy elijo creer que no se han perdido, sino que reposan en un baúl, entre los mejores recuerdos, a la espera del permiso oficial para salir en el horario de circulació­n permitido y reponerse con la fuerza de dos, en interminab­les minutos de lo que debió ser la felicidad.

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