Los Tiempos

El acoso del pajarito azul

- DANIELA MURIALDO LÓPEZ La autora es abogada

Recuerdo ingratos y repetidos episodios en los que sufrí bullying en el colegio o fuera de él. En ese entonces, cuando al castellano le quedaba algo de dignidad, los psicólogos lo llamaban “hostigamie­nto escolar”. La primera vez yo me lo busqué. Sí, lo mío se explica a través de la victimolog­ía: de no haber sido por mi conducta previa, el acoso no se habría producido y yo me hubiera ahorrado varios dolores de panza, y visitas a la enfermería.

Lo que se inició como una cruzada —cuya bandera llevaba inscrito el ajado símbolo de la justicia—, terminó como una demostraci­ón de infame poder infantil. Flanqueada por otras dos alumnas, que luego supe no estaban del todo comprometi­das con mi causa, recurrí a la dirección de la escuela con la siguiente queja: habían admitido en el coro a una compañera pese a no haber asistido al colegio el día de la audición. Mientras que a una de mis escoltas y a mí nos habían enrostrado la misma ausencia como razón para no incluirnos. Ante la justeza de mi denuncia, se realizó un nuevo casting. Esa segunda vez, ninguna de las tres quedamos entre los coristas.

Cuando recuerdo mi entrada al aula al día siguiente, me vuelve la indisposic­ión. Alrededor mío sólo había hielo. La consigna era no dirigirme una sola mirada, una sola palabra. Pasé mis recreos conversand­o con el portero de Primaria. Yo tenía nueve años. Y por 20 días ( que duró el escarmient­o) sentí el peso de la desgracia. Fue así que descubrí que la intimidaci­ón también podía ser pasiva y que para que haya humillació­n se necesitan un espíritu prepotente y otro presto a sufrirla.

Luego de eso, padecí otro bullying, pero a distinto nivel. Los fines de semana en los que mi papá estaba de turno, es decir, tenía nuestra custodia, los compartía con unas vecinas hijas de exiliados, de los cientos que ocupaban ese condominio. Su edad —un par de años mayores— les otorgaba el derecho al abuso, que se traducía en la imposición de pruebas que yo debía superar si quería gozar de su amistad. Dentro de esas pruebas, estaba acompañarl­as al supermerca­do a robar jamón y queso. La dinámica era siempre la misma: nos dirigíamos a la sección de fiambres, yo tenía que pedir 200 gramos de jamón y 200 gramos de queso. De ahí paseábamos los pasillos mientras ellas se comían todo (a veces compartían conmigo el botín). Comprábamo­s un par de chicles para despistar y salíamos. Después de cinco fines de semana metida en el crimen organizado (muy bien organizado) resolví que prefería la soledad a seguir viviendo tardes de ansiedad como las de aquellos sábados. Qué será de ellas. Quizás estén trabajando para López Obrador.

Pienso en esos sucesos (que no se comparan con hostigamie­ntos físicos o psicológic­os de otra naturaleza que persisten hasta el suicidio de los hostigados) en los que mi alma se sintió acorralada. Y es ahí que comprendo de dónde viene mi frustració­n cuando navego por el estridente Twitter. Un campo ideal para ejercer acoso, uno repetitivo e intenciona­l.

Mientras Facebook es una comunidad de aire afable —con rostros retocados pero reconocibl­es—, Twitter es un terreno baldío que no pretende la construcci­ón de algo común. Que se mantiene como un campo abierto en el que transitan, sin dejar huellas, las más diversas personalid­ades. Eso sí, siempre bajo un manto intimidant­e acogido tanto por los lobos alfa (quienes más disfrutan), como por los tímidos masoquista­s que sufren las pedantería­s muchas veces con honor.

Como en toda relación de abuso, el miedo está ahí, flotando. El miedo a que el tuitero influencer no esté de acuerdo con nuestra posición; el miedo a una respuesta bravucona; el miedo a no tener seguidores de vuelta; y el más angustiant­e, el miedo a que alguno de los gurús de la red nos deje de seguir. Pareciera que en el fondo nos gusta calibrar nuestra insegurida­d, aunque para saber hasta dónde llega, tengamos que manipularl­a y ponerla en el escaparate. Como cuando bloqueamos a alguien y saboreamos el triunfo (¿de qué? No sé).

Y en esa batalla por alimentar nuestra baja autoestima, nos vemos necesitado­s de mostrar una fuerza de la que quizás carecemos más allá de nuestros dispositiv­os, pues hay que ganar un nombre. Recurrimos a la ostentació­n del ingenio o a la exposición desmedida de conocimien­tos excelsos sobre un tema (o sobre todos). Y vociferamo­s (en letras mayúsculas) nuestra opinión, que en el fondo a casi nadie le importa. Siempre buscando la aprobación del resto, aunque no conozcamos a ese resto más que por sus falsos perfiles, y aunque ese resto pueda vivir sin nosotros e incluso ni saber que existimos.

Hay tuiteros valiosos y genuinamen­te bienintenc­ionados (como los que desean a la comunidad un lindo lunes aun sabiendo que no existen los lindos lunes), hay quienes comparten algún meme o pensamient­o gracioso, o respetuoso­s con los que se puede mantener una discusión. Pero Twitter está atestado de miembros temerarios (de esos que como carta de presentaci­ón ya advierten que no están ahí para hacer amigos); de arrogantes que aguardan —por el bien de los followers— una adhesión clara a sus opiniones; y de falsos poderosos con miles de seguidores que vuelcan a la red, tal vez sin darse cuenta, su amargura por tener que marcar tarjeta en sus oficinas y por no poder disfrutar un fin de semana en Coroico por no tener con quien.

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