CUANDO TARIJA ERA LA CAPITAL DE LA FELICIDAD
Durante aproximadamente cuatro décadas, en la capital tarijeña, confluyeron las condiciones para una vida social armoniosa y apacible. Hoy, sobrevive algo más que la fresca memoria de aquellos tiempos.
Hubo un tiempo, y aún queda algo de aquel, cuando en Tarija confluían muchas más alegrías que penas. En el fértil y prolífico valle, la vida social se había consolidado armoniosa y apacible a diferencia de lo que pasaba en otras regiones de Bolivia. Se cuenta que los campesinos, cuando salían hacia otras tierras y les preguntaban por su procedencia, respondían: “Diandi es lindu di ahy soy yo”. Así lo recuerdan tanto testigos como historiadores.
“Mi abuela y mi mamá me contaban que en Tarija, en sus tiempos, se podía vivir de manera confiada y sana -dice Vilma Videa de Navajas-. Y yo también puedo decir que durante mi infancia y de jovencita todavía había mucho de ese ambiente. Prácticamente todos se llevaban bien con todos, la vida era sencilla, y el lugar muy lindo, muy lleno de vida. La gente, por ejemplo, no tomaba ninguna medida de seguridad para sus viviendas. No había chapas ni candados, no había delincuencia”.
Doña Vilma, nacida en 1932, describe un poblado de cuatro a cinco barrios consolidados. Se habían asentado entre algunas lomas al este, donde se construyó la capilla de San Roque, y, al oeste, las playas del río Guadalquivir. En su centro y parte del entorno, algunos palacetes y varias casonas. No había aún el servicio de agua potable, pero dos generosas acequias colmadas de agua cristalina bordeaban y proveían del líquido vital a los vecindarios. Abundaban los huertos frutales y los jardines. En el entorno, también había proliferado haciendas que producían los ingredientes suficientes para una diversidad de manjares, y algo más.
“La plaza y las aceras tenían sus lozas, las calles centrales eran empedradas -recuerda doña Vilma-. Había muy pocos automóviles, el transporte de mercaderías aún apelaba muchísimo a los burros y las mulas. Incluso cuando empezaron a asfaltar las primeras avenidas, los burros se asustaban y se quedaban paralizados al sentir el asfalto. El servicio de luz era débil y en las noches los postes alumbraban muy apenas, tanto que teníamos que preguntarnos unos a otros quién estaba al otro lado. Como todos nos conocíamos, lo gracioso era que nos preguntábamos por nuestros apodos”.
COMPADRES DE VERDAD
Las relaciones sociales no eran traumáticas y esto lo llegaron a reconocer incluso quienes solían denunciar en otras partes “la lucha de clases”. “Los peones vestían bien y hasta se mostraban elegantes -dice la señora Videa-. Guardaban una amistosa consideración por el patrón”. “Es así, sin duda, y esto hasta lo reconoció el doctor Víctor Paz -afirma el geólogo e historiador José Paz Garzón-. Había la relación del compadrazgo, del compadre y la comadre que viene a traducirse en ‘como padre’ o ‘como madre’. A ellos se podría confiar los hijos propios, pues se iban a portar ‘como padres’”.
De aquel ambiente, se deduce que los tarijeños desarrollaron su proverbial cordialidad y buen humor, célebre por su habilidad para los apodos. También su notoria inclinación hacia el canto y la poesía. Vocaciones que sin duda multiplicaban su inspiración cada principio de verano cuando se producía el fenómeno más festivo de cada año: “La llegada del río”. En diciembre, el Guadalquivir colmaba su lecho con un arribo espectacular que horas antes había preanunciado la primera lluvia en las cordilleras del norte. “Esas temporadas eran hermosas -recuerda doña Vilma-. todos íbamos a nadar, a hacer días de campo, a divertirnos”.
Fueron entre tres a cuatro décadas en las que Tarija probablemente se convirtió en la capital de la felicidad. Paz Garzón explica las razones: “Entre fines del siglo XIX y principios del XX, aquí se experimentó un esplendor económico. Ello porque el comercio de ultramar, que llegaba de Buenos Aires, ingresaba por Tarija. Se había convertido en un centro que recibía y transfería mercadería, su economía se ajustaba a ferias comerciales. Había, por ejemplo, una feria comercial que se realizaba para la fiesta de San Roque (16 de agosto) que duraba hasta cinco semanas”.
LA BONANZA COMERCIAL
Hacia aquellos centros comerciales llegaban arrieros desde Potosí, Chuquisaca, Santa Cruz y también del norte argentino. El historiador señala que adicionalmente Tarija tenía remanentes de su agricultura que le ayudaban a potenciar más su economía. Aquella bonanzosa etapa tuvo su pico más alto a principios de la segunda década del siglo XX. En ese tiempo surgieron varios potentados, entre quienes destacó Moisés Navajas, el dueño de los hoy célebres Casa Dorada y Castillo Azul.
De Navajas recuerda, por ejemplo, que llegó a tener una fortuna calculada en 300 millones de pesos bolivianos. Suma nada despreciable si se considera que en esos tiempos el presupuesto anual que el Gobierno boliviano asignaba al departamento bordeaba los dos millones de pesos. Visitaba frecuentemente las principales capitales y puertos europeos. De allí, trajo desde los arquitectos que diseñaron y construyeron sus palacetes hasta los pianos que animaban sus fiestas.
La familia Navajas y sus pares empezaron a impulsar diversos proyectos empresariales, sociales y académicos. La prosperidad tarijeña atrajo a diversos inmigrantes italianos, alemanes, árabes y de otras latitudes hasta pasados los años