La llegada de los bárbaros
n toda historia hay un punto de no retorno, un segundo en que el curso de los hechos cambia definitivamente, y aunque el reloj desanduviere su marcha ya nada podría volver a ser lo que fue. El amante, convencido de que no puede vivir lejos de su amada, quemará sus naves si es preciso con tal de no apartarse de su lado. Y el muchacho que deja entrar la música en su piel sabe que no podrá pasar ni un solo día sin sentarse al piano para tocar lo que su corazón le demanda. Es así, cuando menos se piensa la vida toma un rumbo impensado y fluye por ese derrotero y no por otro.
El día en que los bárbaros llegaron al fútbol y se tomaron las gradas e hicieron suyo el monopolio de los gritos, de los cánticos y el tambor, lo hicieron pensando en no marcharse. Querían un pedazo de mundo para ellos y, entendiendo que el deporte de los goles era un te- rritorio no conquistado, saltaron al tablón con consignas violentas y pintura de guerra. Hasta hace unos días parecía que no sólo conseguían su objetivo, sino que se apoderaban de parcelas de poder impensadas. Impúdicos, se dejaban ver con la vulgaridad propia de quien se piensa intocable; alentados, también, por una respuesta débil, por cierta complacencia del medio que, en verdad, más que complacencia se convirtió en complicidad.
Porque los bárbaros no sólo son los muchachos marginales que fuman pasta base y saltan confundidos con la hinchada en la galería de turno. También hay bárbaros que visten de cuello y corbata y que han visto en esas pandillas de delincuentes que son los barrabravas una herramienta de poder, un mecanismo seguro para controlar sus intereses dentro de los clubes.
La barbarie tiene distintas for- mas y acaso también está incubada en todos aquellos que no habíamos hecho nada, en los que mirábamos con asombro cómo La Doce, el brazo armado de Boca Juniors, actuaba en medio de la impunidad; los que nos sorprendíamos de la violencia que estallaba en las gradas cuando Chacarita visitaba la cancha de Nueva Chicago, pero no decíamos nada cuando episodios parecidos sacudían los estadios nacionales.
El silencio también es complicidad. El silencio de los medios y de los mismos jugadores que durante años no denunciaron situaciones como las que hoy vive Carlos Muñoz, el delantero de Colo Colo; jugadores que ahora, cuando supieron la noticia o escucharon de boca del propio Muñoz lo que le ocurría, no se les ocurrió ponerse de su lado de manera clara y decidida.
Hasta hace unos días, la escena era triste. Carlos Muñoz po- nía el pecho a las balas y denunciaba las amenazas sin que nadie saliera a apoyarlo en su denuncia. Apenas unas voces tibias que estaban destinadas a deshacerse en su debilidad. Tuvo que salir el seleccionador nacional, Claudio Borghi, para poner las cosas claras: “Carlitos Muñoz ha sido muy valiente, pero no creo que sea su pelea. Creo que habemos muchos grandes que tenemos que pelear antes que él (...). De hecho, todavía estoy esperando a mucha gente que hable de esto que está pasando, ojalá sea pronto y que Carlitos quede al margen de toda esta situación”.
Pero Carlitos, como le dice Borghi, sigue ahí. Con apenas 22 años y su cuerpo esmirriado y sus ojos de niño asustado nos ha dado una lección. El solo le ha hecho frente a los bárbaros. Y no ha tenido una pizca de miedo… Quizá ya va siendo tiempo que esta pelea no sea sólo de él.