La escena de conciertos en el país suma agenda, pero no cultura de espectáculo en su totalidad.
gamente por el término de la ley seca y la instalación de barras en cada uno de los recintos del país donde haya música en vivo. La experiencia de shows discotequeros y algunos festivales masivos tipo Primavera Fauna o el Vip de Lollapalooza Chile, con tropas de curados a tropezones con las rejas o los sillones, permite concluir que no todos saben administrar bien ese beneficio y le dan la razón a los que piensan que el “chileno” no está para esos saltos.
Pero subestimar al grueso del público por unos pocos y, peor aún, como pasó con Diana Ross, desconocer la naturaleza del show que se organiza y del artista que se contrata a través de una oferta estándar de centro comercial (o de partido de fútbol), no ayuda precisamente a potenciar la repetida idea de la “experiencia de la música en vivo”.
También hay casos particulares sobre este tema. Como el verda- dero negocio detrás de eventos como Creamfields, esa cita electrónica anual a la que siempre se puede ir con invitaciones, y que todos saben está en la venta de alcohol y no en la comercialización de entradas. Pero en otros eventos masivos, incluso los que se organizan en el mayor reducto disponible en el país (el Estadio Nacional), se nos recuerda de golpe lo lejos que estamos del resto del mundo con paquetitos de maní tostado o confitado, galletas rellenas y más bebida cola aguada.
Cultura de espectáculos no tiene que ver únicamente con llenar el calendario de visitas internacionales. También implica conocer un negocio que ha ampliado muchísimo su público y evitar la estandarización del que no quiere ser tratado en un concierto como si estuviera en un mall.