La reforma tributaria y la deuda pública
La reforma tributaria propuesta por el comando de Michelle Bachelet estará en el centro del debate de las elecciones presidenciales de noviembre, y de ser electa presidenta, copará la discusión pública el próximo año completo. No es para menos. La propuesta es radical en su planteamiento. Propone incrementar los impuestos en tres puntos del PIB; es decir, US$ 8.200 millones, para financiar una muy agresiva política de gastos en educación y para equilibrar el déficit estructural del Fisco, que este año alcanza a 1,2 puntos del PIB. A juzgar por lo que se observa en el inicio de la campaña de Evelyn Matthei, el comando ha dado señales de que su propuesta tributaria no contempla nuevas alzas de impuestos o no son una prioridad. Ello augura un debate polarizado, sin puentes de encuentro, lo que es inconveniente para el futuro del país.
Una forma de hallar cauces de encuentro es abrir el debate del financiamiento de los necesarios mayores gastos, considerando también el rol que puede cumplir la deuda pública y un eventual déficit fiscal permanente y sustentable.
Por razones que desconozco, mis colegas en el comando de la ex presidenta consideran que cualquier déficit fiscal permanente es el preludio de una debacle, y ello es totalmente erróneo. El Estado cuenta con un instrumento que nadie más posee. Puede endeudarse en forma permanente y sostenible, porque la deuda pública en una nación estable y próspera es un activo deseable en manos de los inversionistas privados, y ellos desean mantener dicha deuda en sus portafolios. Hasta ciertos montos razonables, el Fisco puede tener una deuda pública permanente como porcentaje del PIB. Como el PIB crece, también puede crecer la deuda pública, y ello permite sostener permanentemente un déficit fiscal. Por ejemplo, si el PIB crece 5% al año y la deuda pública es un 40% del PIB, entonces la deuda pública puede permanecer estable en el 40% del PIB creciendo en el mismo 5% al año, y, por ende, sustentando un déficit fiscal permanente de 2% del PIB (5% de 40%). Evidentemente, excepto que la tasa de interés de la deuda pública sea inferior al crecimiento del PIB, los intereses de la deuda serían algo mayor a este déficit, exigiendo que el Fisco tenga un superávit primario (superávit sin contar los intereses) una vez alcanzado el nivel deseable.
El tema de fondo que deseo plantear es que al considerar la definición de la deuda pública como parte de la política fiscal, se abren muchas opciones de transición para incrementar los gastos sin necesidad de tener que financiar la totalidad de ese mayor gasto con nuevos impuestos ahora, gravando a las actuales generaciones. Es posible postergar esa decisión y gravar a futuras generaciones, con seguridad más ricas que las actuales. Sólo el Estado cuenta con este “señoriaje” de la deuda pública que permite transferir a las futuras generaciones parte de las exigencias del desarrollo que precisamente beneficiará a dichas generaciones.
Es decir, al considerar una política adecuada de endeudamiento público, se abren opciones de transición más suaves; por ejem- plo, postergando las alzas de impuestos por 10 años, o considerando ese período de tiempo para lograr gradualmente los incrementos. La propuesta del comando de la ex presidenta contempla incrementos muy significativos en cuatro años. Ello puede estancar el crecimiento si no se inserta en el contexto de un acuerdo amplio y, al contrario, se impone por obra y gracia de su propia popularidad. Por desgracia para ella, las decisiones de inversión no son una decisión democrática y deben ejecutarlas los empresarios que se verán afectados directamente por la reforma.
La discusión en Chile es extrema e ignora estos aspectos de la política fiscal. Es una inercia de nuestro subdesarrollo y no se condice con la solidez institucional de la economía chilena. Es de esperar que los colegas que participan en los comandos puedan tender puentes de encuentro para mirar con renovados criterios la política fiscal que el país necesita.