¿A cambio de qué?
COMO EN muchas otras materias, si se hiciera una encuesta sobre si otorgar el derecho a voto a los chilenos que residen en el extranjero, la afirmativa arrasaría. Es que hay que ser muy malo (de derecha, amparado en la Constitución tramposa) para negárselos. Sorprendería a los que opinan así saber que de acuerdo con la Constitución vigente, los chilenos que residen fuera del país tienen pleno derecho a voto (por excepción, los no nacidos aquí tienen que residir antes por un año, lo que se exigió en democracia a partir de la reforma de 2005), sólo que para ejercerlo tienen que venir a votar en el territorio, como hacemos los demás. Y que lo que verdaderamente se discute cuando se habla de darles derecho a voto, es autorizarlos a sufragar donde residen y, por ende, que el costo de votar pase de sus bolsillos (el viaje) al nuestro (instalar mesas en los consulados). Más todavía, que si se está tramitando una reforma constitucional al respecto no es para dar o implementar esa autorización (bastaría una ley), sino para restringir su derecho a unas pocas elecciones, si sufragan en el exterior.
Como fuere, ¿por qué deben tener derecho a sufragio, cuando no residen aquí y no les afectará concretamente quien gobierne?; en otras palabras, ¿por qué les asistiría el derecho de incidir en quién nos gobierne? Es grato tener el beneficio de decidir algo, pero más aún no tener que sufrir los costos de equivocarse. Por algo, la Constitución establece que los extranjeros avecindados por más de cinco años pueden votar: viven aquí y les afecta lo que suceda.
Por eso, sectores de centroderecha han puesto como condición para aprobar esta nueva regulación que el chileno que vota en el exterior mantenga un vínculo
ALGO AUSENTE de nuestra crónica política, incluidos los analistas y editoriales varios, es la reflexión sobre cuál podría ser el impacto político de la próxima elección parlamentaria, en particular si se confirman los doblajes que con tanto entusiasmo pregonan algunos voceros de la oposición. Es evidente que hay preocupación en la derecha. Como nunca, al menos desde la recuperación de la democracia, existe una muy alta posibilidad de que, tal como lo dice su nuevo nombre, la Nueva Mayoría pueda efectivamente reflejarse de manera amplia en ambas cámaras.
Y aunque no sería suficiente como para dar con los altos quórums que nuestra Constitución establece para acometer una serie de reformas significativas, la sola posibilidad de que pudieran aprobarse sin mucha dificultad la gran mayoría de las otras leyes, pone a la minoría en una escenario completamente distinto al que han asistido hasta la fecha en el Congreso, rela- tivizando su capacidad de veto y obligándola a negociar en condiciones bastante menos privilegiadas.
Lo anterior es lo que hace plausible, más allá de la laxitud verbal con que los políticos se refieren a estos temas, que importantes modificaciones a nuestra arquitectura constitucional puedan materializarse como consecuencia de un proceso en que quienes se constituyeron en los guardianes del statu quo asuman que deberán priorizar sus batallas, descomprimir la presión ciudadana y, sobre todo, elegir cuáles son las cuestiones que más les interesa preservar.
Puestas así las cosas, es interesante reflexionar sobre un tema muy relevante y que tradicionalmente ha estado en la trastienda del debate público, en la medida en que justamente se ha verificado casi siempre en los ámbitos de negociación privada: ¿Cuál será el precio que las partes estén dispuestas a pagar para satisfacer un acuerdo mutuo? La disputa no será necesariamente entre los miembros de un bloque político contra los del otro, ya que las diferencias ideológicas que transversalmente los recorren, incluso confunden a muchos ciudadanos que ya no saben por qué ciertos personajes militan en determinados partidos o coaliciones.
Con todo, no deja de ser importante, y también incluso algo morboso, preguntarse qué materias o quiénes serán, respectivamente, cedidos por las partes en disputa. ¿Una profunda reforma al sistema electoral y la rebaja de algunos quórums a cambio de desechar la asamblea constituyente, por ejemplo? ¿Moderar en algo la reforma tributaria, específicamente dando un largo plazo para la gradual eliminación del FUT, siempre y cuando exista luz verde para la reforma educacional, quizás?
Y aunque muchos podrían pensar que esta reflexión es propia de la paranoia conspirativa, lo cierto es que estas transacciones son propias de la actividad política. Sin ir más lejos, la forma que adoptó nuestro proceso de transición fue la ineludible consecuencia de una crucial negociación de finales de la década de los 80. Lo importante, esta vez, es que este debate se verifique de cara a los ciudadanos, de manera participativa, identificando a las partes en disputa, especialmente a los grupos de presión o de interés, y exigiéndoles a todos dar razón pública de sus dichos.