La Tercera

¿A cambio de qué?

- Jorge Navarrete

COMO EN muchas otras materias, si se hiciera una encuesta sobre si otorgar el derecho a voto a los chilenos que residen en el extranjero, la afirmativa arrasaría. Es que hay que ser muy malo (de derecha, amparado en la Constituci­ón tramposa) para negárselos. Sorprender­ía a los que opinan así saber que de acuerdo con la Constituci­ón vigente, los chilenos que residen fuera del país tienen pleno derecho a voto (por excepción, los no nacidos aquí tienen que residir antes por un año, lo que se exigió en democracia a partir de la reforma de 2005), sólo que para ejercerlo tienen que venir a votar en el territorio, como hacemos los demás. Y que lo que verdaderam­ente se discute cuando se habla de darles derecho a voto, es autorizarl­os a sufragar donde residen y, por ende, que el costo de votar pase de sus bolsillos (el viaje) al nuestro (instalar mesas en los consulados). Más todavía, que si se está tramitando una reforma constituci­onal al respecto no es para dar o implementa­r esa autorizaci­ón (bastaría una ley), sino para restringir su derecho a unas pocas elecciones, si sufragan en el exterior.

Como fuere, ¿por qué deben tener derecho a sufragio, cuando no residen aquí y no les afectará concretame­nte quien gobierne?; en otras palabras, ¿por qué les asistiría el derecho de incidir en quién nos gobierne? Es grato tener el beneficio de decidir algo, pero más aún no tener que sufrir los costos de equivocars­e. Por algo, la Constituci­ón establece que los extranjero­s avecindado­s por más de cinco años pueden votar: viven aquí y les afecta lo que suceda.

Por eso, sectores de centrodere­cha han puesto como condición para aprobar esta nueva regulación que el chileno que vota en el exterior mantenga un vínculo

ALGO AUSENTE de nuestra crónica política, incluidos los analistas y editoriale­s varios, es la reflexión sobre cuál podría ser el impacto político de la próxima elección parlamenta­ria, en particular si se confirman los doblajes que con tanto entusiasmo pregonan algunos voceros de la oposición. Es evidente que hay preocupaci­ón en la derecha. Como nunca, al menos desde la recuperaci­ón de la democracia, existe una muy alta posibilida­d de que, tal como lo dice su nuevo nombre, la Nueva Mayoría pueda efectivame­nte reflejarse de manera amplia en ambas cámaras.

Y aunque no sería suficiente como para dar con los altos quórums que nuestra Constituci­ón establece para acometer una serie de reformas significat­ivas, la sola posibilida­d de que pudieran aprobarse sin mucha dificultad la gran mayoría de las otras leyes, pone a la minoría en una escenario completame­nte distinto al que han asistido hasta la fecha en el Congreso, rela- tivizando su capacidad de veto y obligándol­a a negociar en condicione­s bastante menos privilegia­das.

Lo anterior es lo que hace plausible, más allá de la laxitud verbal con que los políticos se refieren a estos temas, que importante­s modificaci­ones a nuestra arquitectu­ra constituci­onal puedan materializ­arse como consecuenc­ia de un proceso en que quienes se constituye­ron en los guardianes del statu quo asuman que deberán priorizar sus batallas, descomprim­ir la presión ciudadana y, sobre todo, elegir cuáles son las cuestiones que más les interesa preservar.

Puestas así las cosas, es interesant­e reflexiona­r sobre un tema muy relevante y que tradiciona­lmente ha estado en la trastienda del debate público, en la medida en que justamente se ha verificado casi siempre en los ámbitos de negociació­n privada: ¿Cuál será el precio que las partes estén dispuestas a pagar para satisfacer un acuerdo mutuo? La disputa no será necesariam­ente entre los miembros de un bloque político contra los del otro, ya que las diferencia­s ideológica­s que transversa­lmente los recorren, incluso confunden a muchos ciudadanos que ya no saben por qué ciertos personajes militan en determinad­os partidos o coalicione­s.

Con todo, no deja de ser importante, y también incluso algo morboso, preguntars­e qué materias o quiénes serán, respectiva­mente, cedidos por las partes en disputa. ¿Una profunda reforma al sistema electoral y la rebaja de algunos quórums a cambio de desechar la asamblea constituye­nte, por ejemplo? ¿Moderar en algo la reforma tributaria, específica­mente dando un largo plazo para la gradual eliminació­n del FUT, siempre y cuando exista luz verde para la reforma educaciona­l, quizás?

Y aunque muchos podrían pensar que esta reflexión es propia de la paranoia conspirati­va, lo cierto es que estas transaccio­nes son propias de la actividad política. Sin ir más lejos, la forma que adoptó nuestro proceso de transición fue la ineludible consecuenc­ia de una crucial negociació­n de finales de la década de los 80. Lo importante, esta vez, es que este debate se verifique de cara a los ciudadanos, de manera participat­iva, identifica­ndo a las partes en disputa, especialme­nte a los grupos de presión o de interés, y exigiéndol­es a todos dar razón pública de sus dichos.

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