La Tercera

El fin de la cultura de los eventos

- Oscar Contardo

UNO de los desafíos de la transición política fue sacudirse el miedo, lograr que la gente se expresara en el sentido más inofensivo y menos político del término. Las fiestas de la ciudadanía tuvieron ese objetivo: gente en la calle, muchedumbr­e contenta, algarabía pública, bailoteo bajo el sol.

El entusiasmo noventero podría ser ilustrado con la estética del “evento”, una producción pasajera, acotada, que tenía lugar en un barrio específico – casi siempre en torno al Parque Forestal- y que no pretendía otra cosa que acentuar una sensación ambiente de alivio posdictato­rial.

Así como el iceberg arrastrado hasta el pabellón nacional en la Exposición Universal de Sevilla de 1992, presentado como la nación de la democracia pálida y virginal que emergía al mundo, la cultura de las fiestas de la ciudadanía estaban destinadas a di- luirse y perderse en la memoria, sin más huella que una rara nostalgia de la nada misma.

Lo que ocurrió el jueves con el concierto de Los Jaivas frente al Museo de Bellas Artes dejó ese sabor añejo, a fórmula reseca, como esas fotos que en su momento retratan una moda tan acentuada, que basta un par de años para que todo lo que allí aparece retratado –ropa, peinado, maquillaje- pase a ser tomado como algo ridículo.

El problema no fue la banda musical, que merecidame­nte celebraba su aniversari­o, sino la propuesta de hacerlo en un espacio urbano que no estaba preparado para tal cosa. Organizar un concierto gratuito con una banda de tamaña popularida­d a contrapelo de los que habitan el barrio y sin los debidos resguardos sanitarios, fue algo -por lo menos- imprudente.

La muchedumbr­e hizo del parque y de las calles aledañas un vertedero de desechos de todo tipo; el ambiente pasó de la fiesta a la más ruda de las jaranas, una cuyas consecuenc­ias no las pagaron quienes disfrutaro­n de la fiesta, sino quienes fueron arrastrado­s a ella contra su voluntad: los vecinos.

Era el eco tardío del tamborileo de la cultura de los eventos que durante años puso el énfasis en la acción pasajera con vocación masiva y legado dudoso. Aquella que puso en el centro de todo –de la participac­ión ciudadana, de la concepción de cultura, de la definición de arteuna noción artificial y artificios­a de carnaval, amenizada por malabarist­as improvisad­os y hombres en zancos vestidos de juglares artesanale­s, sin otro talento que circular como jirafas aturdidas en medio de una multitud con aires bovinos.

La ciudad ya no es la misma. Santiago y los santiaguin­os esperan algo más que produccion­es callejeras esporádica­s, sin un plan maestro ni un objetivo perdurable. El peligro de la degradació­n de un barrio es una alerta que la autoridad debería tener en cuenta, sobre todo si se trata de uno de los pocos lugares de convivenci­a diversa. En una capital altamente segregada, en cualquier mínimo detalle se encuentra la excusa para tomar distancia de lo que considera diferente.

La celebració­n de Los Jaivas fue un éxito en los números, pero estos pueden esconder la realidad. La convocator­ia de 60.000 personas frente al Bellas Artes podría ser interpreta­da como el triunfo de un evento, pero también como una derrota si se toma en cuenta el hastío que se extendió en el barrio. Allí la mugre se expandió con botellas quebradas y excesos.

Fue el fracaso de una manera de pensar la ciudad que confunde convivenci­a y cultura con muchedumbr­e apiñada en un carnaval sin otro horizonte que una resaca mal llevada.

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