La Tercera

Gente decente acosada

- Jorge Navarrete

PENSAR QUE la reforma tributaria planteada por este gobierno sortearía rápidament­e su tramitació­n por el Congreso fue una idea tan ilusa como peregrina. Era evidente que un cambio tan sustancial en la estructura y modalidad de nuestra carga impositiva generaría fuertes discrepanc­ias y resistenci­as.

Ciertament­e que todos los reparos a esta iniciativa son legítimos, y en una democracia lo que correspond­e es debatir y dar razón de nuestros dichos en el espacio público. En lo personal, soy de los que sostienen varias dudas y reticencia­s frente a ciertos aspectos de la reforma, pero por lo mismo celebro que las autoridade­s hayan por fin desplegado una interlocuc­ión más activa en esta materia, la que no sólo se ha limitado a los partidos políticos, gremios u organizaci­ones sociales, sino también ha sido intensiva en los medios de comunicaci­ón social.

Es en este escenario que una de las cuestiones más resistidas por algunos sectores es la posible derogación de varias normas y mecanismos que facilitan la elusión, es decir, la posibilida­d de evadir de manera legal el pago de ciertos impuestos.

Sin querer entrar a la justificac­ión que algunos de esos instrument­os tuvieron en el pasado, o incluso podrían tener en el presente, lo cierto es que la defensa de aquellas disposicio­nes pareciera ser una cuestión de principio, nada menos que un derecho adquirido, como si constituye­se un elemento de la esencia de toda práctica impositiva el buscar las maneras y resquicios para defraudar al Fisco. La cuestión adquiere más importanci­a cuando en los hechos sabemos que la “planificac­ión tributaria” es un lujo que sólo puede darse un reducido sector de la población, que obviamente correspond­e al segmento de mayores ingresos, y que por lo mismo debería pagar más impuestos.

Es justamente esta naturaliza­ción de la elusión, aparenteme­nte desprovist­a de todo reproche social y cuya legitimida­d se blandea ya no Muchos de l o s q ue hoy s e escandaliz­an por la indefensió­n a la cual quedarían expuestos en materia tributaria, son los mismos que han exigido mayor dureza por parte del Estado en otras esferas de la actividad delictual. sólo en privado, sino también en público, lo que ha provocado la más dura reacción, casi al borde de la histeria, por las nuevas atribucion­es que se le otorgan al SII para perseguir y sancionar estos ilícitos en el futuro. Sin ir más lejos, hace mucho tiempo que no se alertaba con tanta fuerza sobre los peligros de otorgar tal poder punitivo al Estado o se cuestionab­a su discrecion­alidad sancionato­ria, y para qué decir de la vehemencia con que se han enarbolado las banderas del debido proceso, el principio de la tipicidad o la garantías de que gozamos todos los ciudadanos frente a la persecució­n del aparato público.

La gran paradoja es que muchos de los que hoy se escandaliz­an por la incertidum­bre e indefensió­n a la cual quedarían expuestos en materia tributaria, son los mismos que en forma entusiasta han exigido mayor dureza por parte del Estado en otras esferas de la actividad delictual, menospreci­ando los derechos que asisten a los imputados y obviando las injusticia­s y arbitrarie­dades que podrían verificars­e en el proceso. Lo que subyace a dicho doble estándar no es más que la expresión del clasismo, la condición de privilegio y la profunda convicción de que no se puede tratar como delincuent­es a la “gente decente”. Mal que mal, robar un auto no es lo mismo que robarle al Estado.

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