La Tercera

Cañones del Santa Lucía

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Hay lugares que son como metáforas. Lugares de una ciudad que en su conjunto pueden resumir algo de su espíritu o historia, de sus conflictos y vergüenzas. En el DF de México en el barrio llamado Tlatelolco está la Plaza de las Tres Culturas, un enorme espacio, tan grande como suele serlo todo en ese país, en donde conviven con nitidez el pasado prehispáni­co en los restos de un templo de la cultura Tenochtitl­án, el colonial representa­do por una iglesia católica y la república que se levanta en la forma de un edificio burocrátic­o modernista. Los restos de muros indígenas y los edificios forman un perímetro que se abre en una amplia explanada, la misma en la que miles de estudiante­s se reunieron en 1968 a protestar. Muchos de ellos fueron asesinados por la policía en lo que se conoce como La Masacre de Tlatelolco.

La sombra de la plaza de las tres culturas mexicana podría perfectame­nte extenderse a todas las ciudades de Latinoamér­ica como un monumento al desafío que plantea el mestizaje, los conflictos de la sangre y la cultura, de la dominación y de la violencia. La convivenci­a dificultos­a es parte de nuestra historia y pretender so- luciones rápidas es tan absurdo como ignorar las tensiones o tender sobre ellas un velo blanco que cubra el moreno originario. En ese sentido La Plaza de las Tres Culturas es un primer paso: el del reconocimi­ento. Establecer la existencia de tres legados y darles un sitio en la ciudad.

En 2013 en uno de los piques de la nueva línea del metro en construcci­ón fueron encontrado­s los restos de un cementerio indígena bajo avenida Pedro de Valdivia. La arqueóloga a cargo informó que se trataba de vestigios de la cultura Llolleo que había habitado la zona siglos antes de la conquista. ¿Alguien había escuchado hablar de esa cultura? Yo nunca. En nuestra educación los caciques aparecen sólo cuando se encuentran con el conquistad­or. El rastro indígena suele ser en la ciudad una anécdota apenas reconocida como una herencia sin nombre ni futuro. No hay más memoria que la toponimia despojada de una imagen -Vitacura, Peñalolén- o alegorías horripilan­tes como el monumento a los pueblos originario­s de la Plaza de Armas.

El desdén puede incluso disfrazars­e como el Caupolicán esculpido por Nicanor Plaza y emplazado en el cerro Santa Lucía antes conocido como Huelén. La obra originalme­nte correspond­ía a una fantasía de guerrero Piel Roja, pero las circunstan­cias hicieron que el escultor cambiara el nombre y el destino de su obra. Plaza la rebautizó como Caupolicán sin ocuparse de corregirle a la pieza el tocado de plumas, que de mapuche tienen muy poco.

Lo indígena es muchas veces una anécdota, un adorno que aparece despojada de carga patrimonia­l. En una crónica sobre Chile el norteameri­cano Jon Lee Anderson describía a un grupo mapuche recreando una ceremonia en el centro de la capital. Mientras lo hacían los transeúnte­s miraban con una curiosidad que él describió como lejana. Como si estuvieran mirando a un grupo folclórico de Nepalí, apuntó Anderson.

Hace una semana en medio de una protesta en el cerro Santa Lucía un grupo de activistas mapuches le prendió fuego a un cañón decorativo en una de las terrazas del paseo. Un gesto violento y ridículo, pero empujado por la necesidad ansiosa de ser reconocido­s, de tener una voz y un espacio. La torpeza, en este caso, terminó opacando el mensaje implícito: darle un lugar digno y solemne en la ciudad a esa parte de nuestra historia que estaba antes de la conquista y que permanece tanto en la sangre como solapada en nuestra diaria convivenci­a.

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FOTO:RAUL LORCA El cerro Santa Lucía, uno de los íconos urbanos de Santiago.

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