El futuro está en tus manos
NNo hubo discusión parlamentaria, porque sencillamente no había Congreso. Lo que hubo fueron reuniones restringidas en donde algunos economistas expertos les explicaron a los militares a cargo del país los beneficios de un nuevo sistema de pensiones. Los militares dieron su aprobación, cuidándose de que ellos y su gente quedaran a salvo del experimento. Decidieron, por así decirlo, mantenerse en el pasado. ¿Para qué correr riesgos innecesarios?
En mayo de 1981, las tandas comerciales nos anunciaron que el porvenir era luminoso. Ese mes comenzaron a publicarse y emitirse las campañas comerciales que estrenaban las nuevas marcas de lo que parecía ser un flamante producto – las AFP- de características únicas. La nueva realidad indicaba que el futuro dependía de cada quien y que las administradoras de fondos de pensiones eran las encargadas de gestionarlo. Lo decían como quien alcanza un logro inesperado o entrega un regalo; por suerte ahora todo dependerá de usted y de nadie más. Quienes cotizaban en el antiguo sistema podían correr a cambiarse, dejando atrás las ataduras y siguiendo el consejo de los afiches publicitarios. Los que comenzaban a trabajar –y, por lo tanto, a cotizar- sólo tenían que optar por la marca que mejor les pareciera. Animadores de televisión, cantantes y deportistas anunciaban el nuevo producto en spots alegres, explicándolo en un par de frases. Hablaban de tranquilidad, de confianza, de seguridad. Recitaban todas esas palabras que usamos para diluir nuestro pavor a la vejez y la pobreza. Era, por así decirlo, la fórmula de una poción milagrosa a la que todos tendríamos acceso, un antiarrugas respaldado por las ciencias económicas ¿Por qué a nadie se le había ocurrido antes?
En la difusión de las AFP, las alusiones a todo tecnicismo estaban vedadas y las dudas eran francamente innecesarias y hasta sospechosas. En lugar de eso, una de ellas, incluso, ofrecía plantar un árbol por cada nuevo afiliado. Los economistas a cargo defendían el nue- vo sistema como los conversos defienden su nueva religión de la duda del infiel. Callar a los herejes era, incluso, hacer patria, mal que mal se trataba de un invento nacional, muchísimo más sofisticado que el mote con huesillos o el chancho en piedra; en Chile se había fabricado el futuro a la medida. El talento nacional había logrado la combinación perfecta entre vejez y libertad. Si trabajábamos duro no tendríamos de qué preocuparnos. No advertían, eso sí, el tipo de trabajo ideal para una jubilación decente, ni los inconvenientes que provocaban el desempleo ni los contratiempos de elegir una ocupación descabellada como profesor de escuela municipalizada, obrero de la construcción o temporera agrícola. Manga de mediocres que esquivan labores de mayor dignidad y provecho.
Un año después del lanzamiento del nuevo sistema previsional, nuestro país se hundiría en una crisis económica asfixiante que dejaría a millones de chilenos en la calle. Los índices de cesantía trepaban, los de crecimiento se hundían. La generación que estrenó el gran invento nacional para resguardar el futuro estaba, sin percatarse, recibiendo las primera embestidas de aquellos factores que condicionarían el monto de su jubilación.
El modelo comenzó a exportarse. En un primer momento fue recibido con beneplácito en capitales extranjeras, pero pronto comenzó a ser cuestionados. Hubo lugares en los que in- cluso fue rechazado con la furia de quien se escandaliza frente a algo que le parece obsceno. Aquí, sin embargo, echó raíces que se profundizaron en la medida en que el sistema funcionaba como un espléndido negocio para sus dueños. La tranquilidad, finalmente, sólo estaba asegurada de un lado del mesón. Del otro sólo habría incertidumbre y explicaciones desalentadoras cuando alguien tiene el mal gusto de hablar sobre las cientos de miles de pensiones vergonzosas que el sistema acabó brindando. Cuando eso ocurre la respuesta es que toda responsabilidad le corresponde al afiliado: ¿Quién los mandó a nacer pobres? ¿Cómo pretendían jubilar millonarios si trabajaban por una miseria y cotizaban un monto de risa? ¿Quién los obliga a vivir tanto si saben que no tienen cómo financiar los años que estarán de vagos? Los números no mienten, tropa de frescos, parecen responder.
Como era de suponer, el futuro nos alcanzó lo suficientemente tarde como para que cualquier carpintería al sistema signifique un esfuerzo monumental que pocos parecen estar dispuestos a hacer. El porvenir de muchos está aquí, en las puertas del presente, acumulándose año tras año en forma de ancianos pobres. Es la consecuencia de una idea de libertad que sólo funciona bajo condiciones de excepción, porque para la gran mayoría no es sino una forma cruel de desamparo en la antesala de la muerte.R