Neruda: el derecho y el revés
PRIMERO lo positivo: Neruda efectivamente entrega del poeta un perfil que lo baja del pedestal y lo conecta con dimensiones más cotidianas y plebeyas de la vida. También es rescatable que la cinta asuma riesgos importantes al desafiar tanto el convencionalismo adulador de la poética nerudiana como el vasallaje de esas biografías en clave heroica que ahora se llaman biopic. Y hay que reconocer que hay audacia en la idea de construir una película a partir de la contraposición de dos personajes que se huelen, se sospechan, se eluden, se necesitan, pero que en realidad nunca se encuentran. Está el poeta por un lado, senador desaforado y en fuga que el gobierno quiere capturar, y está o debiera estar el policía por el otro, un tipo muy menor y convocado a un trabajo que a todas luces le queda grande.
De acción, de lo que en cine se llama acción, en Neruda en realidad hay poco. Incluso más, la película pareciera estar construida sobre ese vacío. Porque si bien lo que vemos en la superficie es que el policía persigue y el poeta se escurre y oculta, el eje del relato está puesto en la conexión enteramente abstracta que se va tejiendo entre ambos, al punto de convertir al policía en un personaje enteramente parasitario del peso, densidad y estatura mítica del poeta.
El problema es cómo se puede hacer esto en el cine de forma que sea convincente y en lo posible interesante y emotiva. Porque no es fácil. Lo que podría funcionar en teatro –por ejemplo, tener un personaje como el policía, que es una abstracción, una mera cari- catura hecha en función de las necesidades del guionsimplemente funciona poco en la pantalla. Entre otras cosas porque la narración gira en banda: los personajes no se desarrollan, no crecen ni cambian; en definitiva, son iguales al comienzo y al final. Puesto que la tensión que debiera existir entre el poeta y su perseguidor no está explicitada en la puesta en escena sino solo en el texto en off que acompaña a la narración, el conflicto en definitiva se reduce a una retórica caudalosa con lirismos de segunda mano que en los diez últimos minutos se vuelve majadera, pomposa y asfixiante.
No es novedad que Pablo Larraín vuelva a hacer una película emocionalmente inerte, descomprometida y neutral. Sus imágenes entregan pocas razones para admirar al Neruda y varias para detestar al policía. En el fondo, el realizador no está ni con uno ni con otro. Nada muy distinto de lo que ocurría en No, en El club, en Tony Manero, en Postmortem… Es una opción enteramente lícita hacer un cine que no tribute a las emociones superficiales y que salga arrancando como del demonio de los mecanismos de identificación y proyección del espectador con el héroe, sobre los cuales descansaba gran parte de la efectividad del relato clásico. No hay problema: eso se puede hacer, pero supone un estándar de economía y concentración muy altos. Era lo que hacía Bresson, lo que hacía Ozu y varios otros grandes contemplativos de la historia del cine. Hacían películas grandiosas con cuyos personajes era casi imposible que pudieras identificarte o proyectarte. Obras que, a pesar de eso, eran fascinantes, moralmente muy concentradas, estilísticamente muy potentes.
Acá en Neruda tampoco te identificarás ni proyectarás con ninguno de los caracteres. La gran diferencia, eso sí, es que nada de lo que ocurra o deje de ocurrir te importará un rábano. Y eso, desde luego, no habla muy bien de la película.