Un viaje al infierno con ojos de niño
La Premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich recoge testimonios de los huérfanos de la Segunda Guerra Mundial en recién llegado al país.
Zina Kosiak tenía ocho años cuando Alemania invadió Rusia. Ella estaba en un campamento de verano, lejos de casa. Zina tuvo suerte: los alemanes bombardearon Minsk y la ciudad ardió por sus cuatro costados. Entonces todos los niños fueron enviados a un orfelinato en las cercanías. Zina esperaba a diario que sus padres fueran por ella. Durante el día los encargados del orfanato evitaban mencionar las palabras papá y mamá, pero por las noches todos los niños sollozaban llamando a sus padres. Una mañana Zina no lo soportó más y huyó para buscarlos. Tuvo fortuna otra vez: su abuelo la encontró desfalleciente en el bosque.
Zina Kosiak sobrevivió a la guerra en casa de sus abuelos, con una dieta de sopa de hortigas. No había más. Un día la guerra acabó. Ella preguntaba a todos por sus padres, pero ellos no aparecían. Pasaron semanas y entonces lo supo: cuando comenzó la invasión alemana, sus papás corrieron a buscarla al campamento, y el bombardeo los alcanzó en la estación de trenes.
Cuarenta años después, Zina le dirá a la periodista y escritora Svetlana Alexiévich: “Yo ya he cumplido 51 años, ya tengo mis propios hijos. Y sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”.
La historia de Zina Kosiak forma parte del centenar de voces que Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, recoge en Ultimos testigos: los niños de la Segunda Guerra Mundial. Publicado en 1984 en Rusia, el libro acaba de llegar al país por el sello Debate.
Después de recoger la historia de las mujeres que combatieron en el Ejército Rojo entre 1941 y 1945 en el notable La guerra no tiene rostro de mujer, la escritora presta oídos a los recuerdos de quienes eran niños entonces y perdieron a su familia.
La Segunda Guerra Mundial dejó más de 27 mil niños en los orfelinatos de Bielorrusia, donde Svetlana Alexiévich creció y donde los nazis exterminaron judíos, gitanos y eslavos y quemaron pueblos enteros.
Nacida en 1948, la escritora creció escuchando historias de la guerra contadas por las madres. En Bielorrusia solo había mujeres: todos los hombres habían muerto en el conflicto. “Cuando era niña, las mujeres me contaban cómo era todo lo que tenían en su memoria, cómo sus maridos fueron a la guerra y nunca regresaron. Ese coro de voces llenó mi conciencia”, ha dicho.
Así como en La guerra no tiene rostro de mujer arma un estremecedor coro femenino, en Ultimos testigos construye un gran relato compuesto de memorias de infancia. Una visita al infierno con ojos de niño: en ella hay pérdida y el dolor, desde luego, pero también valor, amor y compasión.
Svetlana Alexiévich suele conversar horas o días con sus entrevistados hasta que logra cruzar las barreras de la intimidad. Lo notable en este nuevo libro no sólo es que logra invocar la memoria de hace 40 años, sino que consigue que asomen imágenes y sensaciones de infancia que muchos no habían vuelto a tocar. Por un momento, los adultos que entrevista vuelven a ser niños impresionados por los aviones nazis, estremecidos por el estallido de las bombas, asustados por las botas de los soldados alemanes. Niños con hambre, que ven arder sus casas, que por primera vez observan el rostro de la muerte y que a menudo éste lleva la cara de sus seres queridos.
Apenas comenzó la guerra, los nazis quemaron los campos y la comida se volvió un problema crónico. Los niños discutían: “Si cazamos un ratón, ¿nos lo podemos comer? ¿Los pájaros carboneros se pueden comer? ¿Y las urracas? ¿Por qué mamá no hace una sopa de escarabajos bien grandes?”. Usualmente la sopa sólo eran cáscaras hervidas.
Pero por sobre todas las cosas, esos niños querían amor y protección. “En realidad, lo que más ansiaba era que alguien me abrazara, me acariciara”, recuerda Marina Karianova, quien a los cuatro años fue a dar a un orfanato. Un día, caminando por la calle, vio a una madre con sus hijos. Caminaba con uno en brazos, luego lo bajaba y tomaba al otro. Por fin se sentaron en un banco y la madre puso al más pequeño sobre sus rodillas. Marina los miró y los miró hasta que de pronto se acercó: “Señora, ¿puedo sentarme en sus rodillas?”. La madre la miró sorprendida. “Señora, por favor, ¿puedo...?”.
Ultimos testigos contiene testimonios que golpean al lector, sobre todo los episodios de violencia contra los niños: los huérfanos eran mucho más vulnerables a los horrores del nazismo.
Aun así, dentro del conjunto hay momentos de orgullo y valor. Sasha Kavrus tenía 10 años cuando quemaron su aldea. Huyó con su familia al bosque. Caminaron días escapando de los nazis. Hasta que se encontraron con los guerrilleros rusos. “¿Qué te gustaría encontrar debajo de ese árbol: golosinas, galletas...?, le pregunto un de ellos.. “Un puñado de cartuchos”, respondió Sasha.
Aun en ese infierno floreció la solidaridad en vecinos y niños: cada migaja se compartía en los orfelinatos. “Nos enseñaban a actuar de tal manera que todos nos sintiéramos bien. Era fácil explicárnoslo porque todos habíamos sufrido mucho”, cuenta Lilia Mélnikova.
El fin de la guerra fue una fiesta. La tragedia acabó con su infancia y marcó sus vidas para siempre. Pero muchos no querían volver a pronunciar la palabra guerra: “No quiero recordar. Pero es necesario contarle tu pena a la gente. Es difícil llorar en soledad”, dice uno de ellos.b