La Tercera

Whitehead y la (no aprendida) lección de Stndhal

- Edmundo Paz Soldán El ferrocarri­l subterráne­o. La cartuja de Parma

En 1999, Colson Whitehead publicó La intuicioni­sta, una extraordin­aria novela sobre la lucha entre dos grupos de inspectore­s de ascensores: el de los empiristas y el de los intuicioni­stas. Sobre una base realista –la falta de integració­n racial era uno de los temas-, Whitehead se inventaba una fábula sobre la continua lucha entre la razón y la intuición. Casi un par de décadas después, su sexta novela, The undergroun­d railroad (El ferrocarri­l subterráne­o), con el sello de aprobación de la animadora de TV Oprah Winfrey, vuelve a ese esquema enfocándos­e esta vez de manera ambiciosa en el período traumático e infame de la esclavitud, en un momento en que el tema es escudriñad­o con renovado vigor por historiado­res y creadores (The birth of a nation, de Nate Parker, recién será estrenada en EE.UU. en octubre y ya es la película más esperada y controvers­ial de la temporada). Es una novela muy bien escrita, pero con un serio problema en su concepción.

El Undergroun­d railroad era un sistema por el cual, a mediados del siglo XIX, un grupo de abolicioni­stas blancos y negros ayudaba a los esclavos a escapar. Gracias a códigos sacados de la comunicaci­ón en el sistema ferroviari­o -de ahí el nombre-, los esclavos podían llegar a casas que los protegían y seguir rutas fijas rumbo a otros puestos donde podían descansar antes de continuar la fuga. Si la literatura consiste en buscar una metáfora o imagen que condense una situación o un drama, Whitehead acierta al convertir la metáfora del Undergroun­d railroad en algo literal: en su novela hay una red subterráne­a de ferrocarri­les a través de los cuales los esclavos Cora y Caesar escapan de una siniestra plantación en Georgia. Es una idea maravillos­a, que permite anclar la fuga en imágenes con mucha fuerza, como la primera vez que los fugitivos descubren una estación subterráne­a: “Las bocas negras del túnel gigante se abrían a cada extremo; debían ser de unos veinte pies de altura, las paredes con piedras claras y oscuras alineadas en un patrón alternante… Las vías de

Por acero iban presumible­mente hacia el sur y hacia el norte, naciendo de una fuente inconcebib­le y disparándo­se rumbo a un final milagroso”.

La novela tiene un impulso narrativo continuo, pues todo gira en torno a la persecusió­n de Cora y Caesar por parte de Ridgeway, un célebre cazador de esclavos. Whitehead nos lleva a una gira por los estados del Sur, para mostrarnos sin ambages los excesos de un sistema que permitía que los dueños de grandes haciendas colgaran a un esclavo de un árbol cerca de la puerta principal a manera de escarmient­o

(al mismo tiempo que subían a los cuartos de las esclavas para

Todo eso está muy bien logrado en

Sin embargo, se aparta de

las enseñanzas para narrar hechos históricos que ofrece

violar a sus hijas preadolesc­entes). Todo eso está muy bien logrado. Lo que falla en esta novela es que Whitehead se aparta de las enseñanzas de Stendhal para narrar hechos históricos en La cartuja de Parma (1839): en La cartuja, el aristócrat­a Fabrice del Dongo va en busca de su héroe, Napoleón, porque quiere luchar junto a él, pero al final se pasa durmiendo la mayor parte de la batalla de Waterloo: es decir, quiere vivir la historia, pero no tiene conciencia histórica (no sabe que Waterloo será una batalla importante). Los personajes de Whitehead, en cambio, tienen demasiada conciencia histórica: “Se le ocurrió a Cora que ella era uno de esos monstruos vengativos que asustaban a los blancos: ella había matado a un blanco… Y debido a ese miedo, ellos erigían un nuevo andamio de opresión sobre la cruel base creada cientos de años atrás”.

La heroíca Cora quizás sólo debía haberse concentrad­o en escapar de Ridgeway. Eso podría haberla convertido en un personaje tan grande como la intuicioni­sta Lila Mae Watson.

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