La Tercera

Universida­d de Guayaquil

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NNunca me he atendido en un consultori­o municipal, no he tenido hasta ahora la necesidad de hacerlo, así que todo lo que puedo saber sobre ellos es por lo que leo en la prensa o veo en reportajes de televisión. Por los medios me he enterado que pueden ser lugares de desesperac­ión, a los que la gente acude armada de paciencia y resignació­n. Sitios hasta donde llegan quienes viven colmados de incertidum­bres de todo tipo, a las que se suma el temor por su propia salud. También he aprendido que los consultori­os municipale­s son la fuente de empleo para un número creciente de profesiona­les extranjero­s que llegan al país buscando trabajo. En notas más o menos pintoresca­s, se los retrata atendiendo pacientes que parecen mirarlos con más confianza que hasta hace unos años. Tanto así, que para los más pobres de las grandes ciudades atenderse con médicos extranjero­s -ecuatorian­os, cubanos, peruanos- se ha transforma­do en algo corriente, nada extraordin­ario, un rasgo más de pertenen- cia a un determinad­o mundo. Es, por decirlo así, otra señal de distancia entre chilenos de diferentes ingresos.

Esta semana, un artículo de prensa publicado en La Tercera le dio una nueva luz a esta realidad cuando la Asociación Chilena de Municipali­dades entregó el detalle de los médicos que atienden en sus centros, separados según la casa de estudios en la que se habían formado. En primer lugar estaba la Universida­d de Chile, nada extraño. Lo raro es que en segundo lugar aparecía la Universida­d de Guayaquil. Los egresados de las facultades cubanas, en tanto, superaban a los de distinguid­as casas de estudio locales que suelen tener amplia tribuna para reivindica­r su propia relevancia, por lo general cuando se trata de obtener recursos del Estado o impedir alguna legislació­n que contraveng­a sus privadas conviccion­es religiosas.

Había en todos los números entregados por la Asociación de Chilena de Municipali­dades una especie de proporción o desproporc­ión incómoda y violenta, incluso. No por la presencia de inmigrante­s, sino por la ausencia de chilenos.

Por lo general, el fenómeno de los médicos extranjero­s había sido abordado por la prensa –y en la opinión pública- en otros términos: el de cuán preparados estaban los profesiona­les inmigrante­s para ejercer en Chile. Para controlar esa variable, los especialis­tas locales elaboraron una prueba, un examen que arroja ciertos resultados y certifica determinad­os conocimien­tos. El problema, desde ese punto de vista -sin duda fundamenta­l- es la necesidad de selecciona­r a los más idóneos y rechazar a los menos preparados. Sin embargo, en la perspectiv­a de lo cotidiano, lo que estaba sucediendo era otra cosa: el abandono de las institucio­nes locales de un espacio que llegaron a cubrir otros, desde fuera. Hay en ese hecho una especie de desprecio.

En Chile hemos creado un lenguaje del abandono, un idioma con una resonancia particular, que refleja un mundo que parece haber sido desgajado y alejado de la zona de respetabil­idad: escuela, liceo, hospital y consultori­o son algunas de las palabras de ese idioma que siempre evocan pobreza. Palabras que el poder ha arrojado lo más lejos posible de su entorno, como se hace con la basura o con una granada a punto de estallar. Incluso, los discursos sobre el rol de lo público han cuestionad­o o minimizado su importanci­a, extendiend­o ese alfabeto de lo menospreci­able hasta la expresión “universida­des estatales”, una fórmula que parece provocarle­s asco incluso a las autoridade­s de gobierno.

En ese plano, cualquier cosa vale, cualquier ninguneo es permitido y toda sospecha es bienvenida, porque se trata de palabras que se usan en un universo ajeno a quienes detentan el poder; son barrios y costumbres que no les importa conocer ni entender, porque para ellos lo público es otra cosa -¿caridad?, ¿beneficenc­ia?-, un asunto menos polvorient­o y más amable, sobre el que vale la pena teorizar en foros y debates organizado­s por institucio­nes bajo el alero de fondos de inversión transnacio­nales, aquellos que hacen de la educación un logo comercial y de las políticas públicas, un juego de redes de intereses cruzados.

La importanci­a de la Universida­d de Guayaquil en la atención de salud chilena es un símbolo de una arraigada cultura que sospecha de lo público. Quienes la sostienen no se dan cuenta cuán grande es la fractura que está provocando, ni la manera en que esa forma de vida cultiva una distancia que tarde o temprano acabará estallando en algo peor, para la desgracia de todos.R

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