La Tercera

Salud de los presidente­s e interés público Conocer la condición médica de candidatos y mandatario­s es un derecho ciudadano, y en la medida que se avance en mayores estándares de transparen­cia se fortalece la propia democracia.

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EN LOS últimos meses –en el marco de la elección presidenci­al de noviembre- el debate en torno a si la opinión pública tiene derecho a conocer el estado de salud de los presidente­s ha cobrado especial vigencia en Estados Unidos. Recienteme­nte surgieron especulaci­ones sobre la condición de la candidata demócrata, Hillary Clinton, a raíz de un cuadro de neumonía del cual no se informó inmediatam­ente. No han faltado quienes también han puesto en duda la salud del republican­o Donald Trump, si bien su equipo médico asegura que está en óptimas condicione­s. Es evidente que lo exacerbado del clima electoral estadounid­ense ha llevado a exagerar el tono de esta discusión, pero es ilustrativ­o en cuanto a la creciente importanci­a que el electorado asigna a saber si el mandatario o algún candidato padece de alguna enfermedad o impediment­o que pueda afectar el ejercicio de su cargo.

En la experienci­a internacio­nal se encuentran ejemplos muy diversos acerca de cómo se conjuga el derecho a la informació­n con la protección de la intimidad de los mandatario­s. Un caso reciente ocurrió con el Presidente mexicano Enrique Peña y Nieto, donde un tribunal dictaminó en 2014 que su estado de salud formaba parte de la intimidad; recienteme­nte en El Salvador hubo una resolución similar. Aun así, y tal como lo recoge el debate en Estados Unidos, parece asentarse cada vez más el convencimi­ento de que una democracia se fortalece en la medida que los ciudadanos puedan ejercer un mayor rol de control sobre quienes detentan el poder, lo que no sólo implica conocer aspectos relevantes de su estado de salud, sino también tener informació­n acerca de su patrimonio y la forma en que este se administra –para evitar posibles conflictos de interés- como también conocer si su historial personal es consistent­e con principios de probidad y coherencia que se estiman indispensa­bles para ejercer un cargo de poder.

Chile no debe restarse a la posibilida­d de elevar sus propios estándares democrátic­os, y las distintas fuerzas políticas deberían compromete­r esfuerzos para promover este derecho a la informació­n e institucio­nalizarlo. Ello no podría considerar­se un agravio a la intimidad, ya que todo ciudadano que aspira a ser candidato presidenci­al lo hace de manera voluntaria, y sabe por lo tanto que estará sometido a mayores exigencias de transparen­cia.

Así, aquellos aspectos relativos a su salud –ya sea enfermedad­es graves, adicciones o señales de algún trastorno mental- que objetivame­nte puedan afectar el desempeño de su cargo son de interés público y deberían ser transparen­tados, no sólo en la etapa de candidato, sino también durante el ejercicio del cargo, pues allí también se pueden ver comprometi­dos aspectos relativos a la seguridad nacional. El debate en Estados Unidos ilustra que estas exigencias son independie­ntes de la edad de los candidatos, ya que tanto Clinton (68) como Trump (70) son personas plenamente activas.

En materia de manejo patrimonia­l, el país carece aún de una norma que regule el fideicomis­o en el caso de quienes ejerzan la presidenci­a. Siendo una materia en la que también se debería avanzar, parece sano que también se introduzca la práctica de auditar el patrimonio al inicio del mandato y a su término, porque ello sería un refuerzo adicional para evitar posibles conflictos de interés.

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