La Tercera

Pueblo chico

- Andrés Benítez

LA COSA es así: ¿Qué pasaría si cada semana llegara a Chile un avión lleno de inmigrante­s italianos, ingleses o alemanes, todos altos, rubios, de ojos azules? Bueno, lo más probable es que habrían miles de fans chilenos esperando en el aeropuerto, como si fueran estrellas de cine. Pero claro, como los que llegan son peruanos, colombiano­s o haitianos, muchos negros, bajos y de ojos oscuros, entonces la cosa no pinta bien. No solo nadie va a recibirlos, sino que, ojalá no se les ocurra quedarse.

No cabe duda que este tema saca lo peor de lo nuestro. Clasismo, arribismo, prepotenci­a, póngale el nombre que quiera, porque la cosa es mala por donde se la mire. Pero también hay mucho de provincian­ismo, de pueblo chico, esos que se creen grandes, vanguardis­tas, modernos, pero en el fondo no lo son. Esos que miran con desconfian­za al extranjero, al que es diferente, al que se ve, viste o habla distinto. Al que viene a innovar.

Como sea, estas son las ocasiones donde los chilenos nos desnudamos y nos mostramos como somos de verdad. Donde detrás de toda esa fachada de querer ser parte del mundo, vanguardis­tas, en el fondo nos resistimos a la modernidad. Porque ésta no solo significa viajar, abrazar los productos extranjero­s y las costumbres foráneas como si fueran propias. También significa abrirse a la llegada de nuevas personas, ideas, culturas. En suma, no basta con celebrar Halloween para ser parte del mundo.

“Chile no crece porque está lleno de chilenos”, dijo hace un tiempo el economista de Harvard, Ricardo Hausmann, frase que molestó mucho, pero que está avalada por la evidencia. No hay historia de desarrollo exitoso que no consideLA re la inmigració­n. Pero el tema no es solo económico. Es cultural. Las sociedades cerradas se vuelven chatas, sin visión, de poco vuelo. Por eso, el ser cerrado y xenofóbico tiene un costo alto.

Nuestros jóvenes ya entendiero­n esto. Por algo son muchos los que apuestan a irse a estudiar o vivir fuera. Quieren aprender y experiment­ar lo que es participar de una sociedad desarrolla­da. Y todos aplaudimos e impulsamos eso. Pero el correlato de aquello tiene que ser el que nosotros hagamos lo mismo con los que quieren vivir en Chile. ¿Por qué nuestros hijos deben ser recibidos con los brazos abiertos en el extranjero, si nosotros no hacemos lo mismo con los hijos de otros? Estados Unidos, Inglaterra o Australia podría cerrar las fronteras a los chilenos por las mismas razones que nosotros queremos restringir la llegada de peruanos y haitianos. Porque somos pobres, negros y subdesarro­llados. ¿O acaso nos creemos mejores que el resto?

En la discusión de estos días ha aparecido mucho de ello. Primero se dijo que había que parar a los delincuent­es. Pero, al poco andar, otros dicen que, aunque no lo sean, nos quitarán el empleo. Ahora, sin pelos en la lengua, algunos señalan que está empeorando la raza. O sea, estamos actuando como el pueblo chico que somos. Y por eso queremos parar la cosa cuando los inmigrante­s son apenas el 2,5% de la población. Bueno, antes de que sea demasiado tarde, me dice un amigo. ¿Tarde para qué?, me pregunto yo. No hay historia de desarrollo exitoso que no considere la inmigració­n. El ser cerrado y xenófobico tiene un costo alto.

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