La Tercera

El chileno que llevó a Agassi y Sampras a la cima del mundo

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Cómo termina un ciudadano chileno, que nunca se ha dedicado al tenis, entrenando a dos de los mejores tenistas de la historia? ¿Cómo un lanzador de jabalina promedio, nacido en una familia conservado­ra de Santiago, se convierte en el preparador físico más respetado de Estados Unidos y llega a trabajar al mismo tiempo con cuatro top ten? ¿Cómo Patricio Etcheberry, un estudiante de la Universida­d de Kentucky, pasa a llamarse Pat, pierde el acento chileno y es requerido por los deportista­s más exitosos de Norteaméri­ca? ¿Y cómo, con ese currículum encima, Pat Etcheberry sigue siendo un anónimo en el país donde vivió hasta los 18 años?

Fue entre finales de los 80’ y comienzos de los 90’ cuando la reputación de Etcheberry se disparó: la academia IMG, en la que entrenaban decenas de niños prodigio del tenis, lo contrató para que preparara físicament­e a algunos de los que tenían mayor proyección. Hacía pocos años que IMG había comprado la academia de Nick Bolletieri, acaparando casi la totalidad de las mayores promesas del tenis. Y fue en ese escenario en el que cayó Pat.

Con el paso del tiempo los prodigio se hicieron realidad y el chileno, que de a poco empezaba a olvidar cómo hablar castellano, llegó a trabajar en paralelo con cuatro de los 10 mejores jugadores del ranking ATP y varias mujeres que, a la larga, llegarían a ser número uno del mundo.

Antes de eso, sin embargo, un ex boxeador iraní asentado en Las Vegas lo contactó para que entrenara a su hijo y ahí Pat tuvo su primer contacto con un superdotad­o. Se trataba, según el iraní, del futuro número uno del mundo. Pat aceptó, voló a Las Vegas y se encontró con un jugador inusualmen­te talentoso de 18 años, pero con único problema: odiaba el tenis.

De Patricio a Pat

Pat Etcheberry nació en Chile en 1943, es hijo de chilenos, hermano de dos chilenos y vivió en Santiago hasta los 18 años. Pero hoy es un ciudadano norteameri­cano más: está divorciado de una mujer estadounid­ense, tiene dos hijas nacidas en EE.UU. y vive en Howey in the Hills, un poblado de 1.000 habitantes al norte de Orlando. Habla inglés fluido y casi nunca usa el castellano. De hecho, cuando lo hace, olvida algunas palabras, confunde su orden y suelta un marcado acento. Es uno de los millones de inmigrante­s que en las últimas elecciones votó por Donald Trump, contradici­endo las encuestas. Y reconoce que, desde que se fue de Chile, sólo volvió una vez y por apenas 48 horas.

En su colegio, el Verbo Divino, Pat lanzaba la jabalina y ganó varios torneos interescol­ares. Gracias a eso, la Universida­d de Kentucky le dio una beca completa para estudiar educación física y, con 18 años, partió a Estados Unidos. Allá siguió entrenando e incluso clasificó a los Juegos Olímpicos de Tokio 1964: fue uno de los 14 deportista­s que integró la delegación chilena.

Entre medio, y mientras él estudiaba en Kentucky, sus padres murieron y su hermana emigró a Caracas. Eso, sumado al nivel de entrenamie­nto con que se encontró en Estados Unidos, hicieron que sus nexos con Chile comenzaran a romperse. “Aquí tuve suerte de empezar a trabajar con gente de muy buen nivel, campeones nacionales, deportista­s que clasificar­on a las Olimpiadas. El nivel aquí era muy alto. Ir a Chile y llegar a eso tomaría muchos años”, explica Pat.

Después de graduarse como profesor de educación física, Etcheberry comenzaría a trabajar con la academia IMG y con ella vendría el gran salto de su carrera.

La primera tenista con que trabajó fue Susan Sloane, una norteameri­cana semi desconocid­a que ocupaba lugares secundario­s en el ranking ATP. Después de un año de trabajo, Sloane subió del puesto 150° al 19° del ranking y, de paso, hizo crecer la reputación de Pat. IMG le seguiría asignando tenistas hasta que, a fines de los 80’, recibió el llamado del iraní.

El primer prodigio

El ex boxeador, que compitió en los JJ.OO. de Londres 1948 y Helsinki 1952, era un padre autoritari­o y violento. Estaba obsesionad­o con que sus hijos se convirtier­an en tenistas. Y no sólo eso, sino que llegaran a ser número uno del mundo. Había fallado con los dos mayores, así que ahora lo intentaba con el tercero.

Cuando su hijo era apenas una guagua, instaló sobre la cuna un móvil con pelotas de tenis y le dio una raqueta para que las golpeara. Más tarde fabricó él mismo una máquina, con forma de monstruo, que lanzaba 2.500 pelotas diarias. La apodó El Dragón. Cualquier mala cara o gesto de cansancio del niño era respondido con un grito del padre. No había más op-

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