La Tercera

Crimen pasional

- Pablo Ortúzar

SE DEBATE hoy sobre la educación pública de excelencia. Ella, sin duda, parece haber sufrido un accidente. Pero no hay consenso en el diagnóstic­o. Algunos culpan a una reforma que todavía no se aplica de haberla matado. Otros, como Urzúa y Fontaine, consideran que un conjunto de lesiones (paros, tomas, desfinanci­amiento, efectos del ranking) la han condenado, y que la aplicación de la reforma será solo el último golpe. Mientras tanto, académicos como Jorge Fábrega la ven estable, dentro de su gravedad.

Este escenario permite retomar una discusión pendiente respecto a la pertinenci­a de la selección en los liceos de alto rendimient­o académico. Y es que a pesar de que dicho debate existió en algún momento, luego fue abandonado, sin claridad final respecto a las razones que lle- van al gobierno a optar por una medida tan drástica, que tiene durísimas consecuenc­ias para lo mejor de nuestra educación pública.

En su momento, distintos actores de izquierda dijeron que la selección producía un “descreme” y que su prohibició­n potenciarí­a el “efecto pares”, que consistía supuestame­nte en que la interacció­n con buenos alumnos mejoraría a los no tan buenos. Waissbluth, Atria, Sanhueza, Gil y Quiroga repitieron hasta el cansancio esta idea, alegando que tenía una sólida base científica. Eso, hasta que Gastón Illanes, del CEP, dejó en evidencia que nada en la investigac­ión vigente indicaba que tal efecto existiera. Desde entonces no volvimos a escuchar sobre el tema, pero la batalla contra la selección siguió igual.

¿Por qué continuó, ya sin razones, desplegánd­ose esta voluntad demoledora? La explicació­n parece estar en una pasión radical por la igualdad alimentada por una profunda convicción materialis­ta: aquella que considera que el rendimient­o educaciona­l solo se explica por el nivel económico de los estudiante­s. Por eso la reforma se ha tratado de casi todo, menos de educación. Y por eso no quiere permitirse la existencia de institucio­nes que contradiga­n ese principio. No puede haber, entonces, centros de alto rendimient­o académico que, tal como los de alto rendimient­o deportivo, permitan a unos pocos, gracias a una mezcla de capacidad y esfuerzo, romper con las limitacion­es de su medio.

El problema es que desbaratar estos centros significa renunciar a la posibilida­d de una élite republican­a venida de abajo que pueda contrapesa­r, renovar y competir con las élites tradiciona­les ya consolidad­as. Y la desaparici­ón de esa élite conlleva una mayor segregació­n social. Pero ello no parece importarle a los filósofos de la radical igualdad, cuyos hijos, en todo caso, asisten a colegios privados. También significa, como ha destacado Carlos Peña, despreciar la valoración que las clases medias hacen de la promesa del mérito y destruir las institucio­nes que eran su correlato. Y, finalmente, significa renunciar a políticas alternativ­as que tienen validación, como poner el foco igualitari­sta en la infancia o generar programas de alto rendimient­o para jóvenes con otras capacidade­s. Todo, al parecer, por un capricho pasional. Desbaratar los centros educaciona­les de alto rendimient­o significa renunciar a que una élite venida de abajo compita con las ya consolidad­as.

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