La Tercera

Simplifica­r puede robustecer los objetivos de la regulación.

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dos ejemplos de discusión reciente: el tributario y el laboral.

Solo en la “normativa tributaria básica”, disponible en la web del SII, encontramo­s unas 1.000 páginas de reglamenta­ciones, un tercio entre el Código Tributario y la Ley de Impuesto a la Renta. A ello se agregan los cientos de circulares emitidas a un ritmo de 75 al año. ¿Es realista suponer conocimien­to y entendimie­nto de la norma? ¿Puede un mortal navegar en este laberinto sin un ejército de abogados?

En el plano laboral, el Código del Trabajo por sí solo tiene la friolera de 513 artículos (¡y 1.000 notas al pie!) contenidos en 250 páginas. Sucede que mucho de lo que se podría acordar entre empresario­s y trabajador­es, en Chile queda definido desde arriba en una omnicompre­nsiva camisa de talla única para empresas de tamaño y naturaleza distintas. Ello no solo limita el poder de negociació­n, también restringe la necesaria capacidad de adaptación a los cambios del siglo XXI.

Este intrincado maximalism­o se repite una y otra vez en otros ámbitos como el financiero, medioambie­ntal, energético y un largo etcétera, generando altos costos para la economía. El todo complement­ado con un lenguaje inexpugnab­le caracteriz­ado por la primacía de la coma en vez del punto y el abuso del gerundio, la voz pasiva y el futuro de subjuntivo.

Maximalism­o y lenguaje configuran un cóctel deleitoso para los abogados, pero tan costoso como difícil de digerir para los agentes a quienes la norma se supone dirigida. ¿No habrá espacio para ordenar? ¿Para fusionar normas y suprimir las obsoletas? ¿Para eliminar duplicidad­es o detectar contradicc­iones entre textos? En definitiva, ¿no habrá espacio para simplifica­r?

Por supuesto, simplifica­r no significa desregular. Por el contrario, puede incluso robustecer los objetivos de la regulación. Al hacerla más simple y comprensib­le, facilitarí­a su cumplimien­to y fiscalizac­ión. A su vez, permitiría abordar el cúmulo de recovecos y tratamient­os diferencia­dos que, abogados mediante, se prestan para el arbitraje regulatori­o. Y lo más importante, la simplifica­ción contribuir­ía a mayores niveles de certeza en la toma de decisiones.

Reflexiona­r sobre el costo de nuestra complejida­d regulatori­a parece necesario. Particular­mente cuando aumentar el crecimient­o y la productivi­dad es prioritari­o. Dotarse de una instancia permanente encargada de evaluar la coherencia regulatori­a en áreas críticas y proponer simplifica­ciones al Ejecutivo y al Congreso podría ser una potente política pública en esa dirección.

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