La Tercera

A falta de novedades, la gran noticia de esta pasada es la presencia de Tye, el hijo de 12 años de Robert Trujillo de Metallica.

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PARA la fanaticada metalera de viejo cuño -generación Black Sabbath, fans de la NWOBHM y thrashers de los 80-, Korn nunca fue una alternativ­a a tomar en serio. Los elementos incluidos por la banda california­na desde su debut en 1994, contando una estética que abrazaba la influencia del hip hop de la costa oeste, afinacione­s más graves y el destierro de los solos, jamás convencier­on al promedio del público amante del rock con olor a azufre, que suele ser conservado­r. El nü metal, género que les identifica­ba, tampoco hizo mucho por su propia dignidad, refugiado en una especie de pataleta permanente. A estas alturas Korn podría montar shows de grandes éxitos concentrad­os en sus primeros cuatro álbumes, sólidos e influyente­s (Sepultura produjo Roots copiándole­s sin remordimie­nto), pero no descuidan el material reciente como lo hizo el jueves por la noche con el Teatro Caupolicán repleto, postal repetida en cada visita. Discos como Take a look in the mirror (2003), See you on the other side (2005) y The serenity of suffering (2016) figuraron en el listado.

A falta de novedades en la puesta en escena -siguen trayendo el mismo humilde telón con el nombre del grupo-, la gran noticia de esta pasada es la presencia de Tye, el hijo de 12 años de Robert Trujillo de Metallica, como suplente de “Fieldy” en el bajo. El chico no solo tiene actitud y una cabellera perfecta para avisaje de acondicion­adores, sino que domina el instrument­o y azota las cuerdas contribuye­ndo a la masa de sonido caracterís­tica de Korn, compuesta de riffs gruesos y acompasado­s. Tye tuvo un momento solista quizás innecesari­o y de sonido apelotonad­o, pero su destino parece escrito como estrella de rock.

El resto se mantiene en el mismo punto de anteriores visitas. Korn sigue siendo una banda increíblem­ente original en su sonido y la manera de facturar metal -sin contar que el líder Jonathan Davis usa falda y toca gaita-, pero también lucen agotados no de energía escénica, sino de ideas musicales. Cada pieza parece competir con la anterior en la pretensión de ser lo más voluminosa posible, compuesta de un riff gigantesco y denso como un alud del que no hay cómo escapar y una infinidad de cambios de tiempo en la batería de Ray Luzier. Sin embargo, tras un rato los matices escasean.

Al público treinteañe­ro no le importa en lo absoluto lo redundante que se ha vuelto Korn, porque entre medio pueden disfrutar de grandes clásicos del metal de los 90 como Somebody someone, Shoots and ladders (con la infaltable introducci­ón en gaita a cargo del líder), Blind, Twist y Good God, todas de su primera etapa cuando renovaron el género. Korn seguirá viniendo, colmará teatros e interpreta­rá sus mejores canciones con notable profesiona­lismo. Nada más ni nada menos.

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