El populismo peruano
En Perú existe una derecha populista que conspira contra el progreso. En ella participan el fujimorismo, varios medios de comunicación, el cardenal y ciertos personajes públicos.
Adiferencia del mundo desarrollado, donde hoy se asocia al populismo con la derecha (el nacionalismo, el proteccionismo y la xenofobia), en América Latina esta palabra evoca más bien a regímenes o gobiernos de izquierda, dictatoriales o democráticos.
Una excepción es Perú. Allí, si bien existe un populismo de izquierda, actúa también una derecha populista que conspira contra el progreso. En ella participan el fujimorismo –heredero de la dictadura de los 90—, varios medios de comunicación, el cardenal y ciertos personajes públicos que uno no sabe dónde situar profesional o moralmente.
Este sector ha existido desde el retorno de la democracia, pero ahora tiene algo de lo que carecía: una mayoría parlamentaria aplastante. Su misión es destruir al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski y luego llegar al poder. Ya han tumbado a dos ministros (el primero, el de Educación, Jaime Saavedra, al poco tiempo de estrenado el gobierno y el segundo, el de Transportes y Comunicaciones, Martín Vizcarra, hace pocos días) y apuntan contra un tercero, el de Interior, Carlos Basombrío, cuyos logros en seguridad ciudadana, todavía insuficientes pero ya cuantificables, suponen para el populismo de derecha una competencia o “dumping” político desleal.
Al primero de los ministros lo liquidaron con pretextos pueriles y al segundo, que además es Vicepresidente, por tratar de mejorar un contrato firmado por el gobierno anterior.
Si esto sucediese en el contexto de un repunte de la inversión privada, sería menos grave. Pero ese repunte no se produce, en parte por la crispación que provoca el populismo fujimorista. Otra parte de la culpa la tienen el entorno latinoamericano, el insuficiente atractivo de las materias primas en esta etapa del ciclo y el desasosegado ambiente internacional.
Kuczynski ha empleado hasta ahora la estrategia de la paciencia, respondiendo con baja intensidad a sus adversarios y tratando de ganar tiempo porque piensa que a la larga este ruido político no impedirá el avance de su proyecto y el éxito de su gestión.
Desde el inicio se le plantearon a Kuczynski tres posibilidades de cara a la mayoría opositora. Una: la confrontación temprana, que lo beneficiaba porque la virginidad de su gestión le garantizaba el respaldo mayoritario del país, especialmente del antifujimorismo, pero podía consumir las energías de su gobierno. Dos: la confrontación tardía, que podía ayudarlo a ganar tiempo al comienzo, aunque implicaba el riesgo de llegar a ese momento de definición sin la fuerza política de la primera hora. Tres: no caer en la confrontación ni temprano ni tarde y dejar que la gestión se defendiera sola.
Ya es tarde para la confrontación temprana. Esa oportunidad existió con motivo de la moción de censura contra el primero de los ministros, cuando Kuczynski pudo haber hecho “cuestión de confianza” y forzado, dentro de la Constitución, la caída de dos gabinetes para convocar nuevas elecciones parlamentarias. Ahora quedan dos opciones. Ambas tienen riesgos, pero una cosa está clara: el populismo peruano, ensoberbecido, avanza, contribuyendo a debilitar las instituciones de la democracia, el clima de convivencia y la posibilidad de éxito del gobierno.
¿Qué hacer? La respuesta viene dada por la propia dinámica de los acontecimientos. El populismo fujimorista ha declarado una guerra política a Kuczynski y a los defensores de la democracia. Cada vez que hizo esto mismo desde el año 2001, fue derrotado. Por tanto, es posible volver a hacerlo. Pero la primera condición es entender lo que está en juego, sacar las conclusiones adecuadas de lo que sucede y tener el fuego en el estómago –como dicen los gringospara acudir a la cita de combatientes. Todavía eso no ha ocurrido y no es seguro que ocurra.