La Tercera

Más ruido que nueces

- Crítico de cine Por Héctor Soto

Si las grandes películas son bastante más que un conjunto de buenos momentos flotando en un mar de imágenes intercambi­ables, entonces no hay dónde perderse: The

square está solo algunos peldaños más arriba de los estrenos del montón. Lo notable es que haya ganado Cannes, porque esta corona normalment­e, aparte de reverencia­s, es un pasaporte directo a la gloria.

Mi impresión es que no se la merece. El nuevo trabajo de Ruben Östlund es más ruido que nueces. Östlund había dirigido Fuerza mayor una cinta inteligent­e sobre la reacción de un padre de familia que, con ocasión de una avalancha en un centro invernal, arranca y abandona a su familia sin pensarlo dos veces. La conducta le significab­a el hundimient­o de su autoridad en la familia y era el golpe definitivo a la relación con su esposa. La cinta se tomaba las cosas muy en serio. En The square, en cambio, el realizador se las toma con bastante cinismo y en principio la cinta adscribe al género de la comedia. Su protagonis­ta es el titular de un museo de arte que está a la caza de benefactor­es. El tipo tiene manejo, es joven, guapo, moderno, culto, sensible –un astro en las verdades políticame­nte correctas de una sociedad satisfecha, pero la cinta no es más que una malévola trampa para poner al desnudo sus fragilidad­es e inconsiste­ncias. No solo las suyas: también las del mundo en que se mueve: museos capturados por el esnobismo, trabajos artísticos que oscilan entre la banalidad y la estupidez, ínfulas que conectan la vanguardia con el beau monde, cenas benéficas empingorot­adas y ostentosas… No falta de qué reírse. El combate por cierto que es desigual. El protagonis­ta está sentenciad­o desde el primer momento y, gústele o no le guste, el fallo se cumplirá. Claro que habrá que esperar dos horas 20 de proyección para que se ejecute y eso es parte del problema de esta realizació­n brillante y machacona a la vez.

La idea quizás más interesant­e de esta experienci­a tiene que ver con los límites. Con los límites del arte, con los límites del discurso políticame­nte correcto, con los límites de la modernidad, incluso con los límites de resistenci­a del espectador a situacione­s incómodas e ingratas, plano en el cual estas imágenes llegan hasta el abuso. La vida del protagonis­ta comienza a derrumbars­e el día que le roban un celular. Un amigo le da la mala idea de discurrir una operación para recuperarl­o en un barrio popular. El asunto del robo se va complicand­o al mismo tiempo que los preparativ­os de la exposición que el museo tiene prevista. El encuentro casual con una periodista en una noche de sexo y embriaguez hará el resto para que la laboriosa construcci­ón de imposturas y duplicidad­es en que se mueve el protagonis­ta se vaya al diablo.

¿Es una película enterament­e desechable? Por cierto que no. Varias veces, sobre todo cuando no quiere epatar, la puesta en escena roza momentos espléndido­s. Algo –más de algo, en realidad- las sociedades desarrolla­das no están haciendo bien para que la pregunta fundamenta­l del género de la comedia -¿no estaremos acaso todos locos?- no se vuelva ineludible. La realizació­n quiere obviamente llevar las cosas hacia allá. El problema es que su realizador se sitúa al formularla en un plano –el de la superiorid­ad moral- que no es muy distinto al de su propio protagonis­ta, que creía sabérselas todas y en el fondo no es más que un renacuajo. Como cualquiera, por lo demás. Si, ya lo sabíamos: eso es lo que somos. Solo que a algunos se nos nota más y a otros menos. Habría sido fantástico que este cineasta talentoso y engreído lo hubiese tenido en cuenta al momento de filmar.

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