La Tercera

. PABLO ORTÚZAR

- Pablo Ortúzar Antropólog­o social

El 2011 se concluyó que existía una coordinaci­ón entre el sistema universita­rio y el sistema económico que afectaba a los estudiante­s y sus familias. Ellos cargaban con todos los costos, deudas y riesgos, y la universida­d percibía las ganancias con independen­cia de si la calidad de la educación era mala o el estudiante no encontraba trabajo. La solución, se pensó, era redistribu­ir los riesgos de tal modo que incentivar­an la calidad.

Sin embargo, en vez de esto el movimiento estudianti­l optó por exigir “gratuidad universal”. Es decir, coordinar la provisión de la educación universita­ria a través del sistema político en vez del económico. Ello, se dijo, aseguraría calidad, además de corregir la desigualda­d y la segregació­n social.

Esta solución, sin embargo, no funciona. Es difícil de justificar en el plano de la justicia, porque los que están en mejor posición para obtener títulos universita­rios (que a su vez generan rentas) son los más privilegia­dos, que han recibido una mejor educación en todas las etapas formativas anteriores. Y si se quisiera combatir la desigualda­d se debería invertir primero en esas etapas (un 80% de los chilenos sale hoy de la educación secundaria casi sin entender lo que lee), partiendo por la primera infancia. Eso, sin mencionar que la medida se financia con impuestos pagados, entre otros, por personas que no se beneficiar­án ni siquiera indirectam­ente con ella. Es, entonces, una medida regresiva. Y tampoco disminuye la “segregació­n”: la aumenta en la medida en que a las universida­des privadas de élite no les conviene sujetarse a ella.

Pero también falla en un plano técnico. Soluciona mal el problema de la distribuci­ón de riesgos: no genera incentivos para mejorar la calidad o la empleabili­dad. Solo traspasa la deuda al Estado, que la limita fijando “aranceles de referencia normalment­e por debajo del real” que, a su vez, obligan a las universida­des a ampliar indiscrimi­nadamente sus matrículas (segmentánd­ose hacia adentro), disminuir su calidad, concentrar­se en el posgrado o elitizarse. Es decir, genera incentivos perversos.

Pero la gratuidad, aunque no funcione educaciona­lmente, funciona políticame­nte. El sistema político opera en base a votos, y ofrecerle a los estudiante­s y sus familias gratuidad y condonació­n de deudas a cambio de sufragios es, en un escenario de voto voluntario, un gran negocio político en el corto plazo, aunque termine corrompien­do tanto al sistema político, al instalar una lógica clientelis­ta, como al universita­rio, cuya calidad, integració­n y capacidad para reducir la desigualda­d sólo disminuyen. La gratuidad universal es, en suma, un gran y costoso engaño, promovido por políticos que se aprovechan de las expectativ­as y la vulnerabil­idad de la clase media.

Nada raro, entonces, que la oferta de extender la gratuidad a la educación técnica, viendo lo que pasa en la universita­ria, haya sido rechazada por sus actores. Los vicios de la coordinaci­ón del sistema de educación superior a través del sistema político pueden ser peores que los del sistema económico.

Ofrecer gratuidad y condonació­n de deudas a cambio de sufragios, es un gran negocio político.

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