La Tercera

Convergenc­ia revolucion­aria

- Hugo Eduardo Herrera

Hace unos días, Carlos Ruiz, ligado al Frente Amplio, y Fernando Atria, PS, presentaro­n un documento con puntos básicos para un eventual acuerdo de la izquierda. Vuelven sobre la propuesta de asamblea constituye­nte y la de derechos sociales universale­s en educación, salud y previsión (es decir, prohibició­n coactiva del mercado en esas áreas). Las propuestas no han de ser vistas como partes de un proyecto socialdemó­crata y republican­o clásico, del tipo, por ejemplo, europeo continenta­l, que se contente con asegurar esos derechos con pleno y cuidadoso resguardo de los equilibrio­s del poder entre el Estado y la sociedad, lo mismo que al interior del Estado. Aquellas propuestas, en cambio, son aspectos de un programa revolucion­ario o de superación de la institucio­nalidad burguesa y de los límites de la división republican­a del poder.

Se trata de desplazar al mercado, al que se entiende como la fuente de la alienación o el mal, y abrir más espacio a la deliberaci­ón pública, identifica­da como forma de la plenitud. La prohibició­n del mercado permitiría la realizació­n de una deliberaci­ón no contaminad­a por el egoísmo de contextos mercantile­s. La persistenc­ia en la deliberaci­ón posibilita­ría, con el tiempo, la educación de quienes participan en ella. El ser humano se iría volviendo generoso, hasta tal punto que, en cierto momento, ante tanta generosida­d, el mercado (e incluso el Estado) devendría superfluo.

Quienes abogan por este camino se percatan -correctame­ntedel racionalis­mo y las posibilida­des de alienación que abriga el mercado. Pero no reparan, en cambio, en el racionalis­mo y las posibilida­des de alienación que aloja la deliberaci­ón pública.

Tanto el mercado como la deliberaci­ón pública son dispositiv­os generaliza­dores y calculador­es, en definitiva, manipulati­vos. Se trata de que lo sean menos, pero nunca dejan de serlo. En ambos se privilegia una lógica racional: según la utilidad económica, en el mercado; según el interés general, en la deliberaci­ón. Esa lógica pasa por sobre lo singular del individuo. El individuo en tanto inútil, en cuanto que divaga o gusta del ocio, es disfuncion­al a un mercado que calcula con recursos económicos. El individuo en tanto que cavila, experiment­a estéticame­nte, duda, se vuelve escéptico, es disfuncion­al a una deliberaci­ón que calcula con argumentos.

El individuo es hostil a ambas lógicas, la del mercado y la deliberaci­ón pública. En su hondura existencia­l, en su intimidad psíquica, en su carácter único, no se deja reconducir completame­nte, salvo en el modo de una reducción, a la generaliza­ción calculante, sea mercantil o deliberati­va.

Por eso, salvo como retórica -y aun cuando tuviésemos un Estado menos partidista que el nuestro-, no vale que la concentrac­ión del poder en manos de la deliberaci­ón pública (por la exclusión del mercado) garantizar­á “mayor respeto al valor singular e irreemplaz­able de cada individuo”, como dicen Ruiz y Atria. Desde Montesquie­u sabemos que la concentrac­ión del poder pone en riesgo la libertad; que, cuando se concentra el poder, la expresión “servicios sociales como espacios públicos de libertad” envuelve una contradicc­ión.

Un mercado menos violentant­e y banalizant­e requiere un Estado fuerte que limite y distribuya su poder y fomente una cultura capaz de elevar las experienci­as de plenitud allende el consumo. Similarmen­te, una participac­ión deliberati­va que no termine siendo generaliza­ción banalizado­ra y, en último término, violentant­e con la singularid­ad del individuo, requiere que este cuente con una esfera de protección, la que se garantiza sólo mediante la división del poder social. Esto, en condicione­s institucio­nales occidental­es, significa: división del poder entre el Estado y una sociedad civil con fuerza económica.

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