Convergencia revolucionaria
Hace unos días, Carlos Ruiz, ligado al Frente Amplio, y Fernando Atria, PS, presentaron un documento con puntos básicos para un eventual acuerdo de la izquierda. Vuelven sobre la propuesta de asamblea constituyente y la de derechos sociales universales en educación, salud y previsión (es decir, prohibición coactiva del mercado en esas áreas). Las propuestas no han de ser vistas como partes de un proyecto socialdemócrata y republicano clásico, del tipo, por ejemplo, europeo continental, que se contente con asegurar esos derechos con pleno y cuidadoso resguardo de los equilibrios del poder entre el Estado y la sociedad, lo mismo que al interior del Estado. Aquellas propuestas, en cambio, son aspectos de un programa revolucionario o de superación de la institucionalidad burguesa y de los límites de la división republicana del poder.
Se trata de desplazar al mercado, al que se entiende como la fuente de la alienación o el mal, y abrir más espacio a la deliberación pública, identificada como forma de la plenitud. La prohibición del mercado permitiría la realización de una deliberación no contaminada por el egoísmo de contextos mercantiles. La persistencia en la deliberación posibilitaría, con el tiempo, la educación de quienes participan en ella. El ser humano se iría volviendo generoso, hasta tal punto que, en cierto momento, ante tanta generosidad, el mercado (e incluso el Estado) devendría superfluo.
Quienes abogan por este camino se percatan -correctamentedel racionalismo y las posibilidades de alienación que abriga el mercado. Pero no reparan, en cambio, en el racionalismo y las posibilidades de alienación que aloja la deliberación pública.
Tanto el mercado como la deliberación pública son dispositivos generalizadores y calculadores, en definitiva, manipulativos. Se trata de que lo sean menos, pero nunca dejan de serlo. En ambos se privilegia una lógica racional: según la utilidad económica, en el mercado; según el interés general, en la deliberación. Esa lógica pasa por sobre lo singular del individuo. El individuo en tanto inútil, en cuanto que divaga o gusta del ocio, es disfuncional a un mercado que calcula con recursos económicos. El individuo en tanto que cavila, experimenta estéticamente, duda, se vuelve escéptico, es disfuncional a una deliberación que calcula con argumentos.
El individuo es hostil a ambas lógicas, la del mercado y la deliberación pública. En su hondura existencial, en su intimidad psíquica, en su carácter único, no se deja reconducir completamente, salvo en el modo de una reducción, a la generalización calculante, sea mercantil o deliberativa.
Por eso, salvo como retórica -y aun cuando tuviésemos un Estado menos partidista que el nuestro-, no vale que la concentración del poder en manos de la deliberación pública (por la exclusión del mercado) garantizará “mayor respeto al valor singular e irreemplazable de cada individuo”, como dicen Ruiz y Atria. Desde Montesquieu sabemos que la concentración del poder pone en riesgo la libertad; que, cuando se concentra el poder, la expresión “servicios sociales como espacios públicos de libertad” envuelve una contradicción.
Un mercado menos violentante y banalizante requiere un Estado fuerte que limite y distribuya su poder y fomente una cultura capaz de elevar las experiencias de plenitud allende el consumo. Similarmente, una participación deliberativa que no termine siendo generalización banalizadora y, en último término, violentante con la singularidad del individuo, requiere que este cuente con una esfera de protección, la que se garantiza sólo mediante la división del poder social. Esto, en condiciones institucionales occidentales, significa: división del poder entre el Estado y una sociedad civil con fuerza económica.