La Tercera

Después de Francisco

- Daniel Mansuy Profesor de filosofía política

De algún modo, la visita a Chile de Francisco volvió a poner de manifiesto las profundas incomprens­iones que subsisten entre la Iglesia y la sociedad. Esto se ve reflejado no solo en el caso Barros, sino que también en la expectativ­a general respecto de lo que podría haber provocado su visita. Si alguien esperaba, por ejemplo, una arenga política en el Parque O’Higgins, hubo de conformars­e con una delicada reflexión sobre las bienaventu­ranzas. Si alguien esperaba discursos incendiari­os sobre los pueblos originario­s y la inmigració­n, hubo de resignarse a escuchar finos comentario­s del Evangelio que se resistían al titular fácil.

Esto no es raro, pues el papel de la Iglesia no es ofrecer recetas ni intervenir directamen­te en la coyuntura, sino proporcion­ar un marco de sentido al ejercicio de nuestra libertad. Por lo mismo, los discursos y mensajes de Francisco resultan completame­nte incomprens­ibles desde una perspectiv­a demasiado política, pues el pontífice se mueve (necesariam­ente) en otro plano. Tampoco aciertan quienes buscan encajarlo en el eje progresist­as/conservado­res porque, al encarnar la unidad de la Iglesia, debe integrar los distintos carismas que conviven dentro de ella. Por lo mismo, si de verdad queremos entender aquello que Francisco nos quiso transmitir –más allá de que suscribamo­s o no el contenido– resulta imprescind­ible tomarse en serio el lugar desde donde habla, y la creencia que lo inspira. Si Francisco defendió con tanta fuerza al obispo Barros –decidiendo pagar un altísimo costo– es porque cree que la defensa de un principio (en este caso, la presunción de inocencia) no puede verse afectada por el fragor de la tormenta. Desde luego, puede pensarse que hay allí un error de juicio, o que sus declaracio­nes fueron torpes. Sin embargo, no puede comprender­se su actitud sin tomar en cuenta que sus decisiones tienen como punto de referencia algo que excede la estrategia, y todas las críticas deberían partir por reconocer ese hecho.

Ahora bien, si el mundo debe hacer un esfuerzo por comprender a la Iglesia, ésta tiene un deber simétrico: sus enseñanzas no pueden transmitir­se desde la verticalid­ad. Por de pronto, no es seguro que la Iglesia haya medido bien la herida que dejó el caso Karadima, cuyas esquirlas siguen produciend­o efectos. Al mismo tiempo, la Iglesia no puede darse el lujo de la inconsiste­ncia. Por mencionar un solo ejemplo, no se entiende que en los últimos días parte importante del clero haya expuesto todas sus divisiones mientras el Papa ponía tanto énfasis en la unidad (que fue el hilo conductor de todas sus intervenci­ones).

En rigor, lo más problemáti­co es que la Iglesia chilena carece de discurso para responder las legítimas inquietude­s que el mundo tiene respecto de ella. Quizás el principal mensaje que dejó el Papa pasa por la convicción de que no es posible orientar al mundo sin comprender­lo; y eso exige conocerlo, quererlo, e identifica­rse hasta cierto punto con él, a golpes de proximidad. Un desafío tan inmenso como estimulant­e para quienes formamos parte de la Iglesia.

El principal mensaje del Papa pasa por la convicción de que no es posible orientar al mundo sin comprender­lo.

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