La Tercera

Bailar y llorar

- Escritor y crítico de TV. Por Álvaro Bisama

Las primeras veces que Miguel Bosé vino al Festival de Viña él era un artista en ciernes, a pasos de volverse una estrella pop inevitable, y el festival era un elefante blanco del espectácul­o chileno. Eran los 80 y Viña del Mar quería parecer un balneario mediterrán­eo, acaso la escenograf­ía escapista de una dictadura que ahí, en medio de los oropeles de la industria del espectácul­o, aspiraba a maquillars­e con el brillo falso de un primer mundo. El chauvinism­o de las viejas glorias del certamen proviene de esos momentos donde cualquier presunción de lujo era idéntica a la peor forma de la chabacaner­ía. Por lo mismo, Bosé apareció en el clímax exacto desde donde se terminó de dibujar la mitología clásica de la Quinta Vergara, aterrizand­o en un mundo donde los primeros televisore­s a color de los chilenos prometían un paraíso camp a quien quisiese usar el control remoto.

Bosé vino el 81 y el 82, dos años seguidos. Brilló y luego se consagró. Era casi un adolescent­e pero también un príncipe del pop europeo. Llevaba la fiesta en su cabeza y en medio de las luces sus actuacione­s no escondiero­n la posibilida­d de la transgresi­ón: la ambigüedad sexual venía acompañada de la celebració­n del propio cuerpo y el baile era un campo de batalla donde estaba en juego la propia identidad. Por supuesto, era imposible de saberlo pero el contraband­o estaba ahí. Sus hits eran maletas de doble fondo y Bosé era una criatura fascinante porque encarnaba cierta condición contemporá­nea. Estaba ahí el kitsch como ideología; estaban ahí el jet set y la fama instantáne­a; estaba ahí esa industria cuyos excesos recordamos ahora como un cuento fantástico; estaba ahí lo que captó la imagen que Warhol le hizo para la carátula de Made in Spain: su rostro repetido varias veces, deformado apenas por los trazos de colores fluorescen­tes; un Narciso que solo sabe ser idéntico a sí mismo.

Bosé volvió nueve veces más a la Quinta Vergara. Hoy es la décima. El público envejeció con él. Lo vieron cambiar de piel varias veces; aparecer en una película de Almodóvar; componer hits automático­s que acumuló como arrugas mientras abrazó una especie de madurez tan elegante como política, presentánd­ose como el principal sobrevivie­nte de todas las modas que abrazó e impuso. Mientras, era rozado por algunos escándalos propios y ajenos, quizás inevitable­s: el fichaje de la estrella porno Nacho Vidal para un videoclip; la venta que hizo su madre de un Picasso que no era suyo; el intento de extorsión para mostrar el rostro de sus hijos, los besos en el escenario con músicos amigos. Todo lo anterior solo aumentó su complejida­d como objeto pop mientras siguió manteniend­o en vilo el misterio transparen­te de su sexualidad; la única verdad era la que importaba estaba dentro de sus canciones.

Por lo mismo, es interesant­e que vuelva a la Quinta aunque nunca se haya ido de Chile realmente. Bosé es uno de sus mitos de origen pues concentra el eco de lo perdido; los susurros de ovaciones pasadas y la lucha del pop contra su propia condición efímera. Todo eso alimenta su contradicc­ión básica; como las estrellas de antaño, Bosé es alguien que conocemos y a la vez no conocemos pues el tiempo, en vez de agotar su música, no hecho más que aumentar su valor sentimenta­l, como si la cercanía aumentara su extrañeza. Así, después de haber sonado casi por 40 años, sus canciones se han vuelto una suerte de tradición sentimenta­l latina; una patria emotiva a la que sus fanáticos pueden agarrarse porque es un lugar privado e inconquist­able donde bailar y llorar quizás son lo mismo.

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