La Tercera

Herencia sin ilusiones

- José Joaquín Brunner Académico UDP y exministro

Legado es aquello que se deja o transmite a los sucesores, sea cosa material o inmaterial. La pregunta es: ¿Quiénes se esperaba fueran los sucesores de la administra­ción Bachelet, destinatar­ios y responsabl­es de recibir la herencia? Sin duda, los partidos de la Nueva Mayoría (NM) y su candidato presidenci­al que, tras la victoria, conformarí­an el gobierno sucesorio y proyectarí­an el legado. Mas no fue así. El pueblo votó, por amplia mayoría, contra la continuida­d de la administra­ción y a favor de unas ideas, unas metas y un estilo claramente distintos de aquellos del legado.

En lo inmediato, la herencia que deja el gobierno saliente a sus seguidores es frustrante: derrota electoral, fin de la NM, militancia diezmada, cuadros medios y superiores deprimidos, confusión ideológica, sensación de un proyecto agotado, pérdida de una ilusión.

Las causas son varias. Ante todo, una mala gestión política y una conducción presidenci­al ensimismad­a y marcada por un fuerte personalis­mo. Una coalición política trizada tempraname­nte, llena de matices y contradicc­iones. Un estilo confrontac­ional de gobierno (retroexcav­adora), con un discurso desmesurad­o (cambio de modelo, nuevo paradigma, etcétera.) y un equivocado diagnóstic­o de la sociedad (bajar a la gente de sus patines para igualar oportunida­des de desigual calidad). Adicionalm­ente: improvisac­ión, falta de una carta de navegación, acumulació­n de reformas legales, obstinació­n en vez de diálogo y acuerdos, débil plataforma técnica. Todo esto reflejado en un equipo ministeria­l que partió mal y terminó exangüe, particular­mente su vértice en La Moneda. No es extraño entonces que la derrota de la NM estuviese precedida—desde el primer año— por una extensa desaprobac­ión de la opinión pública encuestada.

Ideológica­mente, el gobierno de Bachelet buscó proyectar un legado rupturista con su propio pasado (la Concertaci­ón), más próximo a los ruidos de la calle

(los “movimiento­s”) y articulado en un discurso “anti-neoliberal”. La idea fue extender los derechos de acceso a servicios públicos gratuitos en el punto de su suministro, principio que se implementó a medias en la educación, pero sin mejorar simultánea­mente su calidad. Además, el objetivo de reducir y subordinar el componente privado del régimen mixto de provisión no llegó a concretars­e, pero desordenó al sistema, afectó negativame­nte la autonomía de los centros educativos y pone en riesgo el desarrollo de numerosas universida­des, incluyendo algunas de alta calidad.

En los demás sectores hubo políticas más bien confusas (salud, previsión, obras públicas, seguridad ciudadana, crecimient­o, productivi­dad) y los resultados fueron escasos o del tipo business as usual. En otros casos se aplicaron políticas promercado y procompete­ncia, con singular éxito en el terreno energético, por ejemplo.

En fin, nadie podría sostener seriamente que el país avanzó hacia otra variedad de capitalism­o (“corrió el cerco”, según dicen los más entusiasta­s); como sería transitar desde una coordinaci­ón competitiv­a de la sociedad hacia una coordinaci­ón estatal. Ello, a pesar del engrosamie­nto del empleo público, de los moderados mayores ingresos fiscales, del aumento de la deuda pública y de la expansión de las intervenci­ones, controles, trámites, fiscalizac­iones, reglamenta­ciones y comandos burocrátic­os.

Balance: en lo inmediato hay un legado frustrado, sin herederos, sobrevalor­ado por quienes lo transmiten pero que fue rechazado por la mayoría y que deja tras de sí una huella de efectos contradict­orios cuyos daños colaterale­s veremos recién en los próximos años.

La herencia que deja es frustrante: derrota electoral, fin de la NM, sensación de un proyecto agotado.

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