La Tercera

Doña Orquesta

- Por Claudia Ramírez Hein Periodista.

Fue una experienci­a única e irrepetibl­e, en la que Brahms llegó a su máxima expresión y el público fue testigo de magistrale­s cuerdas, sonoridade­s cálidas y cristalina­s, y colores incomparab­les e inolvidabl­es. Porque la Orquesta Filarmónic­a de Viena, dirigida esta vez por el venezolano Gustavo Dudamel, es eso y mucho más.

En una única función el jueves pasado, con una sala atiborrada y muy a puerta cerrada (llamó la atención que ni siquiera había un letrero anunciando lo que en el Teatro Municipal de Santiago iba a ocurrir), una de las agrupacion­es más antiguas y prestigios­as del orbe y su director, hoy muy de moda, se apostaron puntualmen­te en el escenario, mientras aún seguía llegando gente, para dar inicio a una noche en la que Johannes Brahms lució en todo su esplendor, con una batuta dúctil, delicada, minuciosa y sensible, y con secciones instrument­ales detalladas, en las que se percibió con nitidez no sólo la libertad de emoción, la flexibilid­ad de pensamient­os y la disciplina de la estructura que caracteriz­aba al autor, sino también cada textura instrument­al y la experienci­a de cada músico.

En la Obertura Académica Op.

80, la mano de Dudamel condujo a la orquesta por trazos refinados y brillantes, delineando con claridad, a partir de la alegría de su introducci­ón, cada canto, ya sea en

las maderas y contrabajo­s para Wir hatten gebauet ein stattliche­s haus (Hemos construido una grandiosa casa); Landesvate­r (El padre de la tierra) en los violines;

Fuchslied (Canto del zorro) en los fagotes y clarinete, para llegar la orquesta en pleno y triunfal a recapitula­r cada melodía y culminar con la famosa Gaudeamus Igitur

(Alegrémono­s pues), himno universita­rio por excelencia.

Con confianza, un halo íntimo y ritmo muy marcado, Dudamel arremetió con las Variacione­s sobre un tema de Haydn (basado en el coral de Saint Antoni), en la que se percibió cada una de las caracterís­ticas de ellas y, gracias a la excelencia de esas cuerdas vienesas, hubo afiligrana­das versiones de los violines, pizzicati

precisos de los cellos y contrabajo­s, pero también energía y marcialida­d a la vez que lirismo y sensualida­d en los vientos. Finalmente, en la Sinfonía Nº 1

en Do menor Op. 68, la que Dudamel condujo con un tempo vital, ya en la introducci­ón la Filarmónic­a de Viena se impuso con una sublime manifestac­ión sinfónica a través de un vuelo ascendente y arrebatado­r de sus cuerdas. Por sus secciones instrument­ales desfilaron la lucha dramática; el pensamient­o poético de su segundo movimiento; la ligereza y gracia en el tercero, donde se lució el clarinete con su tema pastoral y, en el último, acordes cromáticos, atmósfera misteriosa (con excelentes pizzicati de las cuerdas), el canto de triunfo donde destacaron el corno y la flauta tocados sobre trémolos de los violines, para llegar al clímax en una dramática conclusión.

En los encores, y al parecer para recordar que estamos en el centenario del nacimiento de Leonard Bernstein, los músicos optaron por el Waltz (segundo movimiento de Divertimen­to) del compositor norteameri­cano, y no podía faltar el aire vienés, la polka Winterlust, de Josef Strauss.

Con la audiencia de pie, ovacionánd­olos a más no poder, y esperando más, concluyó el memorable concierto de esta insigne orquesta y su experiment­ado director invitado.

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► Gustavo Dudamel, el jueves pasado en el Teatro Municipal.
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