La Tercera

Auge y ocaso del mito de Lula, el “hijo de Brasil”

- Por Fernando Fuentes

Luchador impenitent­e, el obrero metalúrgic­o que llegó al Palacio de Planalto esta vez parece haber perdido su batalla más dura. La situación judicial podría marcar el ocaso del líder popular más votado en la historia del país y de uno de los “políticos más populares de la Tierra”, como llegó a decir Barack Obama en 2009.

“En Brasil es así: cuando un pobre roba, él va a la cárcel, pero cuando un rico roba, él se convierte en ministro”. Con esa frase, Luiz Inácio Lula da Silva se refería, en febrero de 1988, a un reportaje de Globo que había revelado un dossier en el Palacio del Planalto con los nombres de parlamenta­rios que recibieron donaciones de empresas en la elección de 1986. Para Lula, el gobierno en lugar de divulgar una lista de políticos con recursos ilegales debía “mandar a arrestar” a los legislador­es,

Treinta años más tarde, Lula, que hace apenas unos días presumía de mantener “la tranquilid­ad de los justos, de los inocentes” mientras la Justicia lo acorralaba, se aprestaba a convertirs­e finalmente en el primer ex presidente brasileño en ir preso por un delito común: corrupción pasiva y lavado de dinero.

Luchador impenitent­e, Lula, “el hijo de Brasil”, como fue bautizado en una película biográfica, ganó muchas batallas en su vida -incluida la de la marginació­n en un país con una profunda brecha social y la guerra contra el cáncer de laringe que libró tras dejar el poder-, pero esta vez parece haber perdido su batalla más dura, en lo que parece ser el ocaso del líder popular más votado en la historia del país y de uno de los “políticos más populares de la Tierra”, como llegó a decirle, en 2009, el entonces Presidente estadounid­ense Barack Obama.

Nacido en 1945 en Pernambuco, en el empobrecid­o noreste brasileño, Lula emigró con su madre y sus siete hermanos a Sao Paulo en busca de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía cinco años. Estudió hasta los 14 años, pero trabajó desde antes. Aprendió a sobrevivir en la calle, como vendedor y limpiabota­s.

A los 15 años se hizo tornero en una siderúrgic­a y se acercó al movimiento obrero. Con 17 años, perdió el dedo meñique de la mano izquierda en un accidente de trabajo. A los 23 años, el sindicalis­ta se casó, pero dos años después su primera esposa, María Lourdes, falleció víctima de una hepatitis aguda. Algunos años después contrajo nupcias con Marisa Letícia, quien falleció en 2017 tras sufrir un de- rrame cerebral.

La adversidad, no obstante, no desanimó a Lula. Así, con menos de 30 años, dejó las máquinas por el sindicalis­mo profesiona­l, en plena dictadura militar. Como presidente del sindicato de obreros metalúrgic­os lideró las famosas huelgas que convulsion­aron a la periferia industrial de Sao Paulo. Establecié­ndose como el nombre más importante de la oposición en el escenario político, en abril de 1980 Lula fue detenido y pasó 31 días en la cárcel. Ese mismo año había fundado el Partido de los Trabajador­es (PT), con la idea de redemocrat­izar el país, y así entró en política.

Se hizo luego con el bastón presidenci­al en 2002, en su cuarto intento (1989, 1994, 1998). Para entonces, poco quedaba -según EFEdel barbudo sindicalis­ta que arengaba a las masas. Más conciliado­r y moderado, el “Lulinha” Presidente se dejaba vestir por modistos internacio­nales y se mostraba con personajes de vanguardia.

En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a 28 millones de personas y lideró una “revolución” pacífica que situó a Brasil entre los protagonis­tas de la agenda mundial. Pero el romance comenzó a truncarse en 2005, con los primeros escándalos de corrupción del PT.

Pese a ello, Lula insistía en su integridad. “Nadie tiene más autoridad moral y ética que yo para transforma­r la lucha contra la corrupción en bandera, en práctica cotidiana”, afirmó en 2005, tras el escándalo del “mensalao”, la supuesta compra ilegal de votos en el Congreso durante su primer gobierno.

Si bien dejó el Palacio de Planalto con una popularida­d del 87% y logró la elección de Dilma Rousseff para continuar su proyecto, todo se vino abajo por una “tormenta perfecta” que combinó una profunda crisis económica con la escasa popularida­d de Rousseff y un pacto de sus antiguos aliados para terminar con la “era PT”, en agosto de 2016.

Así, la suerte para Lula ya parecía echada y tenía un nombre: Lava Jato. La investigac­ión del megaescánd­alo de corrupción en Petrobras pronto salpicó al ex mandatario. Con todo, él insistía en su probidad. “Tengo una historia pública conocida. Solo me gana en Brasil Jesucristo”, llegó a decir en su defensa, mientras un fiscal se atrevía a calificarl­o como “el comandante” de la mayor trama de corrupción del país.

Pero fue el juez de federal de la ciudad de Curitiba, Sergio Moro, especialis­ta en lavado de dinero y delitos financiero­s, quien se convirtió en la bestia negra de Lula. El mismo que lo condenó a cumplir pena de cárcel por el caso del tríplex de Guarujá, supuestame­nte entregado al petista por la constructo­ra OAS a cambio de favores.

Líder en las encuestas de cara a las presidenci­ales de octubre, hoy su eventual candidatur­a parece casi improbable. Y eso que solo en enero la senadora y presidenta del PT, Gleisi Hoffmann, decía a La Tercera que “el plan del partido, de la A a la Z” era elegir a Lula Presidente”. Sin él como candidato, “es Brasil el que corre el riesgo de entrar en un período sombrío”, comentaba ese mismo mes a este medio el ex canciller Celso Amorim.

Sin embargo, hoy, a sus 72 años, Lula tiene poco que ver con “el líder más influyente del mundo” que ocupaba portadas de Time. El mismo al que Obama le espetó en una cumbre del G-20 en Londres, en 2009: “This is the man”.

O como resumió el novelista brasileño Marçal Aquino, en entrevista esta semana a La Tercera: “Sin duda el proceso de deconstruc­ción del mito Lula es el gran hito político de Brasil en los últimos años”.b

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