Ahora sí, Trump va en serio
El Presidente Donald Trump se ha despojado de las ataduras. A pocos meses de los comicios legislativos y transcurrido ya más de un año de gobierno, tiene que llevar a la práctica de una buena vez su programa nacionalista, resumido en la frase “Estados Unidos primero”.
Ha anunciado varias cosas que han puesto los pelos de punta de propios y extraños. Retirará a las tropas de Siria de forma definitiva, con lo cual Irán y Rusia quedarán cómo las únicas potencias extranjeras con influencia. Enviará tropas militares a la frontera con México mientras se termina de construir el muro que aún no ha empezado. Ha presentado una lista de 1,300 exportaciones chinas que suman unos 50 mil millones de dólares a las que aplicará un impuesto de entrada de 25% si Beijing no elimina el déficit comercial estadounidense, a lo que China ha respondido con una lista de 106 productos estadounidenses que van desde los automóviles y los aviones hasta la soja.
Hay más. Ha afirmado que no revertirá la cancelación del permiso de residencia de los inmigrantes que entraron ilegalmente al país siendo menores de edad (programa conocido como DACA). Y ha hecho saber que se reunirá tanto con Vladimir Putin -en plena investigación por la injerencia rusa en la campaña electoral pasada- y con Kim Jong Un, el enemigo nuclear, sin haber preparado el terreno.
En el plano doméstico, la andanada no es menor. Ha desatado una guerra de trinos de Twitter contra Amazon, a la que acusa de beneficiarse del sistema de correo postal y no pagar los impuestos que debería, provocando una caída del valor bursátil de esa empresa por 60 mil millones de dólares.
Nada de esto debería ser sorprendente. Todo fue anunciado en su campaña, forma parte de su credo político y responde a su temperamento nacionalista y populista. Tiene ecos de los líderes populistas turbulentos –un Andrew Jackson en el siglo XIX y especialmente un Theodore Roosevelt, el azote de los grandes conglomerados, a comienzos del XX— que Trump admira.
Lo que estas medidas tienen en común es que refuerzan la idea de que Estados Unidos debe defenderse del resto del mundo y de que dentro del país el Estado debe proteger a los ciudadanos de a pie de los monstruos corporativos y la penetración foránea.
Trump lo cree. Es más: si no se hubieran peleado hace poco, uno presentiría la mano de Steve Bannon, el ideológico del trumpismo y expectorado asesor, detrás de todo (he vaticinado que tarde o temprano volverán a juntarse, quizá discretamente).
Hasta ahora, Trump había hecho mucho menos de lo que había dicho; de allí que algunos lo acusaran con sorna de ser un líder del “establishment” republicano en lugar del rebelde que prometía. Pero ya no hay mucho que el actual Congreso republicano pueda darle, pues la decisión que esperaba a cambio de reactivar el DACA –una ley migratoria restrictiva que eliminara la posibilidad de que los inmigrantes lleven como residentes a sus familiares— está descartada.
Despojado de colaboradores que antes lo restringían (Rex Tillerson entre ellos) y de la necesidad de entenderse con un Congreso del que necesitaba la rebaja de impuestos lograda, el mandatario juzga que sólo salvará su Presidencia, es decir será reelecto, si vuelve a sus raíces.
El resultado por ahora lo avala: su popularidad ha aumentado y en ciertos “tracking polls” roza el 50%. El mundo debe, pues, estar avisado de que, dentro de los constreñimientos constitucionales, que felizmente son sólidos en Estados Unidos, el Trump nacionalista y populista va en serio.