La Tercera

Sin música no hay vida

- Por Marcelo Contreras

IPor años compré casetes y compactos en la Casa Amarilla en Valparaíso. Ahí los dependient­es conocían la mercancía, lo mismo en la sucursal del portal Álamos en Viña. En otras tiendas, difícil. Corrían entre melómanos las historias de vendedores completame­nte obtusos. El amigo que pidió Tool y le trajeron Jethro Tull. Otro consultó por King Crimson y le pasaron King Africa. En Tower Records, una de las mayores cadenas discográfi­cas de todos los tiempos, aquello jamás.

Vendían discos con una filosofía de negocio 100% rockero. No importaban las formalidad­es, los códigos de vestimenta, que lo empleados anduvieran un poco puestos respondien­do pesadeces a los clientes, como el personaje de Jack Black en Alta fidelidad. A cambio, tenían que saber y la tienda debía funcionar. Personal y compradore­s eran tus amigos “por 20 minutos”, cuenta Bruce Springstee­n, una de las estrellas entrevista­das en el documental (disponible en Netflix) All things must pass: The rise and fall of Tower Records

(2015), la historia de este imperio comercial musical que dominó al mundo por cinco décadas.

II

Russ Solomon mira por tevé la última premiación de los Oscar el 4 de marzo. Es una leyenda. En 1960 fundó Tower Records en Sacramento, California. Fue un buen negocio desde el comienzo. Compraban singles a tres centavos y los vendían en diez. Russ construyó una cadena mundial con disquerías bien surtidas que disponían de los más diversos estilos. Mientras observa la ceremonia, muere. Tiene 92 años.

III

“Casi todos en esta empresa empezaron como cajeros”, cuenta el dueño en el documental. Los empleados tenían la libertad de hacer de DJs y aprender en la medida que la disquería se expandía primero a San Francisco y luego a Sunset boulevard en Los Angeles. Para Solomon en Tower Records cabía implementa­r la lógica de Tom Sawyer cuando dejaba que otros pintaran la cerca por él. “No se trataba de lo que nosotros le pudiéramos enseñar a los empleados, sino de lo que los empleados pudieran enseñarse mutuamente”.

Contra los pronóstico­s Tower Records se expandió a Japón. Las ganancias en todo el país eran jugosísima­s. “Ese lugar generaba cientos de miles de dólares al mes”, dice Solomon.

IV

La expansión internacio­nal fue espectacul­ar pero los números decían otra cosa. “No éramos realmente exitosos en ninguno de los países donde abríamos”, dice Russ. A fines de los 90 Tower Records movía un billón de dólares anuales. Sin embargo, el desarrollo internacio­nal se hizo a costa de créditos. En paralelo se gestaba una tormenta perfecta.

Para qué vender una sola canción si podías vender el álbum completo a mayor precio. Un disco de Britney Spears costaba US$18, ninguna ganga hace 20 años. “Lo que deberían haber hecho era bajar el costo de los discos. Pero no lo hicieron”, sintetiza el capo discográfi­co David Geffen. La patada final: Napster.

Tower Records responde aturdida instalando una inoperante tienda en línea. Russ se atrinchera con el vaticinio de que siempre habrá gente dispuesta a comprar discos. “Si pudieras tener Coca Cola gratis en un grifo de tu casa”, dice David Geffen, “no irías a comprar una Coca Cola”. Entre 2000 y 2001 perdieron US$190 millones. El negocio entró en etapa terminal y cinco años después se declaró en bancarrota.

Hoy Tower Records sólo persiste en Japón todavía con mucho éxito, aunque sin ninguna relación formal con la firma original. Pero el logo y el espíritu es el mismo que la consigna clásica de la tienda: Sin música no hay vida.

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► La imagen promociona­l del documental de Tower Records.

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