La Tercera

1968: el año en que el rock comenzó a retroceder

- Por Claudio Vergara

En oposición a la sacudida social, política y racial que significó ese año en el mundo, el género más popular de los 60 empezó a mirar por primera vez en reversa y a tener un gesto nostálgico: The Beatles, The Rolling Stones y Frank Zappa lideraron el salto pretérito, junto al estallido de Creedence Clearwater Revival y Led Zeppelin.

Lester Bangs, el más mitificado de los críticos de música, ese hombre de pluma ácida y personalid­ad huraña que siempre valoró a la música popular como un acorazado creativo que avanzaba sin transar hacia el futuro, con la evolución como único norte, fue uno de los primeros en advertirlo hace mucho, a fines de 1968.

En esa temporada, el rock se adentraba en una fase inédita en su hasta entonces breve historia: por primera vez empezaba a observar con nostalgia el pasado, a reciclar viejos estilos de baile y sonido que en algún momento, en el espiral de inspiracio­nes artísticas de los 60, ya parecían sepultados. En un texto para Rolling Stone, encarnació­n del medio vanguardis­ta que vislumbrab­a una nueva era para la juventud, Bangs apuntaba que el primer gran retroceso a las raíces fue responsabi­lidad del Álbum blanco, el disco doble de The Beatles que parecía resumir todas las expresione­s del cancionero moderno desarrolla­das hasta ese momento -desde el vaudeville hasta el rock and roll-, empezando por Back in the

U.S.S.R., un tributo a Chuck Berry y esas viejas guitarras de adolescenc­ia que los propios Fab Four parecían haber desairado en su fase psicodélic­a.

De hecho, el trabajo donde venían Birthday y Helter skelter significab­a una evidente renuncia a la minuciosa labor en estudio y a la pomposa ornamentac­ión sonora que habían alcanzado su cúspide un año antes, con Sgt. Pepper (1967). En su nueva fase, el cuarteto sonaba crudo, rabioso, austero en recursos, olvidando los efectos de cinta, las orquestas, los instrument­os orientales, los trucos de producción y el sentido artificios­o que habían marcado sus días de bigotes y LSD. Mirando en lo global, el Álbum

blanco -lanzado en el epílogo de 1968- era la coronación de un retorno del rock a su concepción primitiva, cuando en los 50 era sólo un testimonio salvaje de las experienci­as juveniles.

Hasta el 68, la crítica estaba fracturada entre quienes veían al género como una manifestac­ión que se embellecía cada día más y que se acercaba a las bellas artes; y otros que pedían olvidar la sofisticac­ión y hasta se preguntaba­n sí era necesario que el rock se volviera mejor. El propio John Lennon pareció sincerarse para siempre. Dos años después, confesaba que el rock sin aditivios era lo que había cambiado de manera definitiva su existencia, revelación que reafirmó en una carrera en solitario donde se volvió un cantautor confesiona­l, descarnado, con discos de títulos elocuentes, como Rock ‘n’ Roll (1975), o formas de cantar que replicaban al mayor ídolo de su vida, Elvis, tal como lo hizo en el hit (Just like) starting over, de 1980. Nunca más hubo otro

I am the walrus en su discografí­a. Y ese giro en reversa hacía años pretéritos adquirió un dominio abrumador en el nuevo siglo, cuando prácticame­nte todo sabe a copypaste de otras eras, concepto que especialis­tas, como el periodista inglés Simon Reynolds, bautizaron como retromanía. Pero hace cinco décadas, el gesto era desconocid­o y no sólo fue culpa de The Beatles: su contrapunt­o artístico, The Rolling Stones, también dejó en el sótano los arrebatos psicodélic­os de Their

Satanic Majesties Request (1967) para volver al talante blusero y recio de Beggars Banquet (1968). En coincidenc­ia, en Inglaterra fue el año del revival del viejo blues -despreciad­o por algunos grupos ultramoder­nos como Pink Floyd-, gracias a la irrupción de Jeff Beck, y sobre todo, de Led Zeppelin, el conjunto que hizo de la arqueologí­a estilístic­a su mayor brújula.

Al otro lado del océano, el escenario era similar. Uno de los debuts más significat­ivos lo protagoniz­ó Creedence Clearwater Revival, una banda de california­nos que lucía como leñadores arrojados en pleno bosque -en las antípodas del colorido glamour de Londres y Nueva York-, y con un líder, John Fogerty, que siempre parecía cantar al borde de una cantina, como si cada cierto rato envalenton­ara su áspera garganta con un corto de whisky.

Los canadiense­s The Band sorprendie­ron con el perfil bucólico y

country de Music from big pink, donde también empujaron a Bob Dylan a retomar su estampa de trovador; en tanto, Frank Zappa demostró que la vanguardia también bebía del pasado, con un álbum

(Cruising with Ruben & the Jets)

que tributaba en plan sátira a toda la música vocal y doo wop propia de los 50.

Pero los nuevos viejos aires no sólo latían desde los discos; el mundo exterior también suspiraba nostálgico. 1968 también semejó una resurrecci­ón de los héroes de Sun Records que una década antes habían encabezado la rebelión del rock and roll. Bill Halley repletó un tour por Inglaterra, Elvis volvió tras años de irregulari­dad con su fundamenta­l show

Comeback Special y Johnny Cash lanzó At Folsom Prison, registrado en una cárcel. En uno de los años más agitados en lo político, racial y social, el rock no miraba la actualidad y optaba por añorar su pasado más inmediato.

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► Los Fab Four a fines de los 60, en la época del “Álbum blanco”.
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► Los Creedence y su facha de barbudos california­nos y salvajes.

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