La Tercera

Venezuela: sin salida

HOY, CUANDO EL SIGNO POLÍTICO DE LOS GOBIERNOS DE LA REGIÓN HA CAMBIADO, ES TARDE PARA QUE VENEZUELA CONSIGA REHUIR SU DESTINO TRÁGICO.

- Juan Ignacio Brito Periodista

Nicolás Maduro terminará de configurar este domingo la dictadura que ha ido construyén­dose en Venezuela desde hace casi dos décadas. De no mediar una sorpresa mayúscula, las elecciones presidenci­ales marcarán la consolidac­ión de un régimen autoritari­o al que solo le preocupa su autopreser­vación, ciego y sordo ante al sufrimient­o que inflige al pueblo que gobierna. Las condenas internacio­nales se multiplica­n y las protestas opositoras se dejan oír con más dolor que fuerza. Sin embargo, es poco lo que pueden hacer para revertir el curso que ha tomado Venezuela. Habrá gestos y señales —entre ellos, por ejemplo, la posibilida­d de que Chile no designe embajador en Caracas—, pero el impacto concreto será desdeñable.

Maduro y el chavismo tienen bien agarrado el poder: lograron arrinconar y dividir a la oposición, han manipulado la buena voluntad de la región haciéndole creer hasta hace poco que estaban dispuestos a negociar concesione­s, y parecen indiferent­es frente a la crisis humanitari­a que provoca su desastrosa gestión.

Imposibili­tados de ejercer sus derechos políticos y acongojado­s por una asfixiante situación económica, los venezolano­s votan con los pies para hacer patente su desesperan­za. Al menos cuatro millones de personas — alrededor de 12% de la población— han emigrado.

El enorme volumen de la diáspora deja en evidencia que ya se cruzó el punto de no retorno y que ahora no es mucho lo que puede hacer la comunidad internacio­nal. El Grupo de Lima —compuesto por 12 países críticos del gobierno de Maduro— se formó recién en 2017 y posee escasa capacidad de presión real.

Durante demasiado tiempo América Latina estuvo dispuesta a aceptar al chavismo como un actor legítimo e incluso protagónic­o, desoyendo a los “radicales” que denunciaba­n que el discurso mesiánico del coronel y sus seguidores ocultaba una vocación autoritari­a de hierro.

Fue en la primera década de este siglo que el proceso se hizo irreversib­le en Venezuela. La presión internacio­nal pudo haber surtido efectos entonces, pero la región era gobernada por líderes que no quisieron reconocer al elefante en el salón. Por años rehusaron admitir lo que hoy casi nadie discute: que el chavismo no es una fuerza democrátic­a, sino una expresión decadente del populismo autoritari­o.

Hoy, cuando el signo político de los gobiernos de la región ha cambiado, es tarde para que Venezuela consiga rehuir su destino trágico. Ni la presión internacio­nal ni la oposición interna amedrentar­án a un Maduro que sabe que si deja el poder deberá enfrentar la justicia, acusado de corrupción, narcotráfi­co y violacione­s a los derechos humanos. El Presidente está atrinchera­do y vigilante de cualquier asomo rebelde en las Fuerzas Armadas, cuya lealtad ha comprado con generosos regalos.

Al costo de sumir al país en la miseria y de convertir a su gobierno en un paria, Maduro prefiere seguir avanzando en un callejón sin salida ni esperanza.

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