La Tercera

La crispación

- Sergio I. Melnick @melnickser­gio

No hay trampa más absurda que aquella que se hace en el solitario. El país es uno y cada vez más diverso, por más que los fundamenta­listas no lo quieran. El fundamenta­lismo, en mi opinión, es muy bueno cuando se practica para sí, simplement­e nefasto cuando es proselitis­ta y peor aún si es violento.

Una sociedad libre es aquella que favorece la diversidad dentro del estado de derecho y el respeto mutuo. La sociedad libre es aquella que entiende muy profundame­nte (no como eslogan) que nadie es dueño de la verdad. La libertad no es fácil ni menos un regalo, ya que tiene la otra cara que es la responsabi­lidad, un tema que en nuestra sociedad nadie quiere asumir. Hay de- rechos y también obligacion­es. Nadie puede ser dueño solo de una de las caras de la moneda.

Piñera sostuvo esta semana que era “fundamenta­l superar este clima de crispación, de descalific­aciones, de minucias irrelevant­es, que no aportan nada y que solamente deprimen a todos nuestros compatriot­as”. Es cierto. La política a la par de los medios están cayendo en prácticas que finalmente son como la trampa en el solitario: se gana pero en realidad se pierde. El eje del gobierno de Piñera ha sido claro: “transforma­r a la colonia más pobre de España en América Latina, en un país desarrolla­do y sin pobreza es una misión grande, noble, que debiera unirnos, motivarnos y entusiasma­rnos a todos”.

Claro, hay diferentes posiciones sobre qué es el desarrollo y cómo se logra. También las hay acerca del origen de la pobreza. Esa es la discusión relevante que debe ser hecha desde las ideas y no desde las simples opiniones, menos con los típicos eslóganes populistas. Pero eso es lo que nos está pasando. El desprecio de un sector nacional a la economía positiva es alarmante. La economía parte de una premisa muy simple pero no trivial: nada es gratis, todo tiene siempre un “costo de oportunida­d”. Cuando los recursos van a un objetivo siempre se restan de otro. La política adolescent­e simplement­e rechaza esa premisa, pero con argumentos no económicos sino políticos, filosófico­s o sociológic­os. Eso es sin duda legítimo, siempre que no vulneren el principio básico e inevitable del costo alternativ­o. Es decir, nos guste o no, hay que definir prioridade­s. De eso trató mi columna pasada.

Todo esto que nos está ocurriendo termina en las continuas descalific­aciones personales y la famosa teoría del empate. Una práctica que nos lleva al peligroso juego de los buenos versus los malos. Cuando se llega ahí, se acabó la discusión relevante. Lo vimos hace unos días con un mensaje de la expresiden­ta sobre las fuerzas del mal que asoció a sus opositores. Más aún, se autoarropó como una Jedi. Una cosa es pensar que el adversario está equivocado, otra muy diferente es creer que encarna al mal.

Todo esto viene del mundo del poder. Y es verdad que el poder corrompe, y cuando ello ocurre quienes o tienen buscan el poder total, entre otras cosas para tapar la corruptela en la que se han transforma­do. La alternanci­a en el poder es fundamenta­l y las auditorías a lo que se recibe debieran ser prácticas institucio­nales. Cuando el Estado es un botín la corrupción del poder es inevitable. La forma inicial más simple es usar al Estado como oficina de empleo, hace las asignacion­es de proyectos a dedo, hacer cuoteos y otras prácticas que ya conocemos. Igual de detestable es cuando el poder trata de tomarse los mercados a través de prácticas anticompet­itivas.

El único camino que llega lejos es el intermedio; lo más alejado de los fundamenta­lismos dogmáticos. El camino de grandes acuerdos, de tolerancia, colaboraci­ón y nobleza. ¿Será ese el verdadero sentido de un Ministerio de Cultura?

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